Contra el Vicio de la Ira - La Fe Cristiana

Contra el Vicio de la Ira



San Alfonso María de Ligorio, en uno de sus sermones, nos habla sobre la ira, unos de los vicios capitales. En los siguientes extractos de su sermón "Contra el vicio la ira" nos indica en primer lugar, la ruina que causa al alma la ira que no se refrena, y posteriormente nos dice como debemos refrenar la ira. "La ira es semejante al fuego; porque así como el fuego es vehemente y violento luego que tomó fuerza, e impide que se le vea en el humo que despide; así la ira hace que prorrumpa el hombre en mil excesos, y no le deja ver lo que hace, haciéndole reo de este modo de la muerte eterna (…). Es tan perjudicial al hombre la ira, que le desfigura aun exteriormente. Aunque sea la persona más bella y graciosa del mundo, se hace semejante a un monstruo furioso que esparce el espanto en torno de sí, cuando la cólera le trasporta. «El iracundo, dice San Basilio, pierde hasta la figura humana, transformándose en una fiera».

La ruina que causa al alma la ira que no se refrena.
Dice San Jerónimo, que «la ira es la puerta por donde entran en el alma todos los vicios». Ella precipita al hombre en las venganzas, en las blasfemias, en las injurias, en las murmuraciones, en los escándalos y en otras iniquidades; porque oscurece la razón y hace que el hombre obre como un irracional y como un loco. Y San Buenaventura dijo después, que «el hombre irritado obra sin reflexión, sin ver lo que es justo e injusto». Y el Apóstol Santiago escribe: «Las obras de un hombre iracundo no pueden con la justicia divina, y por consiguiente estar exentas de pecado». (St 1,20)

(…)

Cuando el hombre está poseído de la ira y no procura refrenarla, fácilmente aborrece al que fue causa de que se irritare. El odio, según San Agustín, «no es otra cosa que una ira tenaz». Cuando en alguno, pues, persevera la ira, es señal de que en él domina el odio. Pero dirá alguno: Yo soy cabeza de casa o padre de familia: debo corregir a mis hijos y criados y levantar la voz cuando es necesario, contra los desórdenes que advierto. Es verdad, le respondo yo; pero una cosa es irritarse contra el prójimo, y otra muy distinta contra el pecado del prójimo. Irritarse contra el pecado, no es propiamente ira, sino celo; por lo que, no solamente es lícito, sino que a las veces es también necesario, con tal que se haga con la debida prudencia, de modo, que hagamos ver que nos irritamos contra el pecado, y no contra el pecador. (…) Dice San Agustín por estas palabras: «No se irrita contra el prójimo, el que se irrita contra el pecado del prójimo». Aquí se verifica cabalmente lo que dijo David: «Irritaos sin pecar» (Sal. 4,5). Otra cosa es irritarse contra el prójimo por el pecado que ha cometido; y esto nunca es lícito, porque no podemos odiar a los otros por sus vicios, como dice San Agustín.

El odio lleva consigo el deseo de la venganza; y por eso dijo Santo Tomás, que «la ira, cuando es plenamente voluntaria, va unida al deseo de vengarse». Suele alguno decir: Si yo me vengo de fulano, Dios me perdonará, porque tengo motivos para ello. ¿Y quién te ha dicho, le digo yo, que tienes motivos? Lo dices tú porque estás obcecado de la ira. Pero ya te dije (…) que la ira ofusca la imaginación, y hace perder la razón y el juicio. Mientras estés irritado, la acción de tu prójimo te parecerá una injuria grande e insufrible; pero luego que te se pase la cólera, advertirás, que no era tan grave como a ti te parecía. Pero aunque la injuria sea grave, gravísima, ¿crees que por esto te perdonará Dios, si te vengas? De ninguna manera: porque el mismo Dios dice, que el vengar los pecados no te toca a ti, sino a él; y añade, que cuando llegue el tiempo, sabrá castigar los delitos como merecen (Dt 32,35). (…) ¿Con que quieres vengar la injuria que te ha hecho el prójimo? También Dios querrá justamente vengar las muchas que tú le has hecho; y especialmente esta que tú quieres vengar, por más que Dios te manda perdonarla (Si 28,1). (…) Cosa chocante, dice el Eclesiástico: el hombre quiere vengarse del hombre, y después pide misericordia a Dios. Siendo carne el tal hombre, no perdona, y se atreve a pedir perdón a Dios (Si 28,3-5). (…) ¿Con que cara, dice San Agustín, podrá pedir perdón de sus culpas a Dios, el que no le obedece, y no perdona a su prójimo; como le manda el mismo Dios?

(…)

Supliquemos al Señor que nos libre de que se apodere de nosotros alguna pasión violenta, y especialmente la ira. (…) «No me entregues a una pasión violenta y desenfrenada» (Si 23,27). Porque entonces será difícil que no caiga en alguna culpa grave contra el prójimo o contra Dios. ¡Cuántos por no refrenar la cólera pronuncian horrendas blasfemias contra Dios o contra sus santos!

Como debemos enfrenar la ira.
Ante todas cosas debemos estar en la inteligencia de que no es posible que la debilidad humana no experimente jamás en el alma ningún movimiento de ira, siendo tan grande la vicisitud de las cosas humanas. (…) Todo lo que podemos hacer es moderarla cuando ha tenido alguna cabida en nuestro corazón. Pero me diréis: ¿y cómo se modera la ira? ¿Cómo? Con la mansedumbre. La virtud de la mansedumbre se llama la virtud del cordero, esto es, la virtud amada de Jesucristo, el cual sin irritarse, sufrió su pasión y fue sacrificado en la cruz como un cordero. (…) Por eso nos ha encargado que aprendamos de él a ser benignos y humildes de corazón (Mt 11,29). (…)

¡O cuan agradable es a Dios un hombre lleno de mansedumbre, que sufre tranquilo y con calma los lances adversos, las desgracias, las persecuciones y las injurias! A estos está prometido el Paraíso, según aquellas palabras de San Mateo: «Bienaventurados los mansos, porque ellos poseerán en herencia la tierra» (Mt 5,4). Algunos se vanaglorian de que son mansuetos, pero sin fundamento; porque lo son con aquellos que les hacen bien o los alaban; mas solo respiran furor y venganza contra los que los injurian, o les causan algún daño. Empero la virtud de la mansedumbre consiste en ser mansueto y sufrido con el que nos maltrata y nos aborrece, como dice David: «Era pacífico con los que aborrecían la paz» (Sal 119,7).

Es preciso tener entrañas compasivas, como dice san Pablo, con nuestros prójimos, y debemos sufrirnos mutuamente unos a otros. (…) «Revestíos de entrañas de compasión... sufriéndoos mutuamente, y perdonándoos unos a otros las injurias que os hiciereis» (Col 3,12-13). ¿Queréis vosotros que los demás os sufran los defectos que tenéis, y que os disimulen, si tienen algún motivo de queja contra vosotros? Pues lo mismo debéis hacer vosotros con los demás. Cuando recibáis, pues, algún agravio de vuestro prójimo que está irritado contra vosotros, sabed, que «la respuesta suave desarma al hombre iracundo» (Pr 15, 1).  (…)

El hombre mansueto es útil a los otros, porque, como dice San Juan Crisóstomo, «no hay cosa que mueva más a los otros a dedicarse al servicio de Dios, que el ver a un cristiano lleno de mansedumbre y alegre cuando recibe alguna injuria». (…) La razón de esto es, porque la virtud se conoce en el tiempo de la adversidad: así como el oro se prueba en el crisol así la mansedumbre del hombre se prueba en la humillación. (…) No se puede asegurar que un hombre tiene mansedumbre, sino cuando estamos convencidos por experiencia, de que realmente la tiene, porque le vemos sufrir con paciencia y sin cólera los malos tratamientos y las injurias. (…) Dios quiere que seamos pacíficos, aun con nosotros mismos. Cuando uno comete alguna culpa, quiere el Señor que se humille y se duela de ella, y haga propósito de no volver a cometerla: pero no quiere que se irrite contra sí mismo; porque el hombre que tiene turbada la razón, nunca puede obrar con acierto ni prudencia: «Mi corazón se turbó, y mi virtud me abandonó» (Sal 37,11).

Por esto cuando recibimos afrentas, debemos refrenar la ira, y responder con suavidad, (…), o cuando menos callar; y de este modo venceremos, como dijo San Isidoro: «Aunque alguno te irrite, debes disimular, porque callando vencerás». Pero si respondes con ira, te dañarás a ti y a los otros. Y sería peor todavía responder irritado al que te corrige. (…) Algunos no se irritan, aunque deberían irritarse justamente contra los que les hieren en el espíritu, adulándoles; y se encolerizan contra los que les reprenden para que corrijan sus desórdenes. Contra los que aborrecen la corrección fraternal, pronunció el Sabio la sentencia de su perdición con estas palabras: «La prosperidad perderá a los necios, porque rechazaron toda corrección». (Pr 1, 30-33) Creen ellos que es una felicidad no tener quien los corrija, o despreciar la corrección; pero esta falsa prosperidad es la causa de su ruina. Cuando nos hallamos en peligro de irritarnos, debemos, ante todo, tomar las precauciones necesarias para cerrar a la ira la entrada en nuestro corazón. Por esto nos dice el Sabio, que «no nos irritemos con ligereza» (Qo 7,9). Luego que algunos sienten cualquier cosilla que les desagrada, mudan el semblante, y se llenan de cólera: más una vez que esta entra en su corazón, sabe Dios a que precipicios puede conducirlos. Por evitar estos peligros, debemos prevenirnos en nuestras oraciones contra los ataques de la ira; porque si no estamos preparados, nos será difícil refrenarla en la ocasión.

Pero cuando la ira se hubiese apoderado de nosotros por desgracia, tengamos cuidado de no dejarla descansar en nuestro corazón. Jesucristo dice, que «si alguno se acuerda que su prójimo está enfadado con él, no ofrezca el don que iba a ofrecer en el altar, sin reconciliarse primeramente con su prójimo» (Mt 5,24). Y el que fue ofendido, no solo debe procurar lanzar de su corazón todo resentimiento, sino toda irritación contra el ofensor. (…) ¡Cuantos después de haber hecho o dicho alguna cosa mientras hervía la cólera en su corazón, se arrepienten luego que esta se calmó! y dicen: estaba acalorado cuando dije aquello. Por esto conviene callar y no hacer nada mientras dura la cólera; porque todo lo que hagamos mientras estemos poseídos de la ira, será injusto, como dice el Apóstol Santiago: «El hombre irritado no obra según la justicia divina» (St 1,20). También conviene que nos guardemos entonces de tomar el consejo de alguno que pueda fomentar nuestra ira. Por esto dijo David: «Dichoso el que no siguió el consejo de los impíos» (Sal 1,1). (…) El que se halla poseído de la ira, debe guardarse de los falsos amigos, que pueden perderle con una sola palabra imprudente.

Sigamos el consejo del Apóstol Pablo, que dice: «No te dejes vencer del vicio, sino véncele tú con la virtud» (Rm. 12,51). Quiere esto decir, que si nos vengamos o blasfemamos arrebatados de la ira, quedamos vencidos por el vicio; pero si la calmamos con la mansedumbre, vencemos al vicio con la virtud. (…) Si queréis volver a vuestro enemigo mal por mal, arriesgáis la salud de vuestra alma: y por eso dice David: «Si hago mal a los que me le hacen a mí, seré abatido por mis enemigos» (Sal.7,5). «Haced bien a los que os hacen mal, y os aborrecen» (Mt 5, 44); como nos dice Jesucristo. (…) Esta es la venganza de los santos, que San Paulino llama venganza celestial; y de este modo debemos vengarnos los cristianos. (…) Si Cristo nos mandó que perdonemos, y nos dio ejemplo él mismo, ¿cómo podremos dejar de perdonar a nuestros enemigos? (…)

Finalmente, cuando nos sucedan adversidades, persecuciones e injurias, elevemos la imaginación a Dios, y pidámosle que nos dé paciencia, y de este modo evitaremos los grandes movimientos de la cólera. Esto mismo nos dice el Eclesiastés (28, 8) por estas palabras: «Acuérdate de temer a Dios, y no te irritarás contra tú prójimo». Contemplemos que la voluntad de Dios lo dispuso así para nuestro bien, y cesará nuestra indignación. Acordémonos de Jesucristo crucificado, y no nos atreveremos a quejarnos en la adversidad. Preguntado por su esposa el rey San Eleazar, como lo hacía para sufrir tantas injurias sin irritarse, le respondió: «Me vuelvo a Jesucristo crucificado y me tranquilizo al momento». Consideremos, en fin, la enormidad de nuestros pecados, que seguramente merecerian todavía mayores castigos, y sufriremos tranquilamente todo cuanto nos suceda".

Fuente: "Sermones abreviados para todas las dominicas del año", San Alfonso María de Ligorio, Tomo I, 1847 / Imagen: Craig Sunter - Thanx 3 Million ;-)) - CC BY-ND 2.0

Compartir: