San Alfonso María de Ligorio, al referirse sobre la vanidad del mundo nos recuerda que: «Todos los bienes de la tierra, las riquezas, los honores, los placeres deleitan los sentidos del cuerpo, pero no pueden saciar al alma que fue criada por Dios y para Dios, y este solo puede contentarla» y nos demuestra la triste y engañada vida que tienen los amadores de este mundo; y el gran peligro en que se encuentran de pasar otra todavía más infeliz en la eternidad. Al respecto nos dice lo siguiente:
El real Profeta exclama contra los mundanos, diciéndoles: «Hijos de los hombres, ¿hasta cuándo tendréis el corazón pegado a la tierra? ¿Por qué amáis la vanidad, y andáis tras la mentira?» (Sal 4,5). ¿Creéis acaso que encontrareis la paz en los bienes del mundo? Pero ¿cómo habéis de hallarla, si abandonáis el camino de la verdadera paz, y seguís los caminos de la aflicción y de la infelicidad? Por eso dice David: «Siguieron por el camino de la aflicción y de la desgracia, y no conocieron el de la paz» (Sal 15,5). Vosotros, pecadores, esperáis conseguir la paz del mundo; pero ¿cómo ha de daros el mundo la paz que buscáis, si dice San Juan que «el mundo está lleno de iniquidades» (Jn 5,19)?. Por eso los mundanos viven esclavos del demonio; y por eso el Señor ha declarado que no hay paz en el mundo para los impíos que viven privados de su gracia (Is 48,22).
Los bienes del mundo, son bienes aparentes que no pueden saciar jamás el corazón del hombre. (...) Y en efecto, si los bienes de este mundo contentasen al hombre, serian enteramente felices los poderosos y los ricos; pero la experiencia demuestra todo lo contrario: ella nos hace ver, que estos son los más desgraciados y que viven siempre oprimidos del temor, de la envidia, y de la tristeza. Oigamos al rey Salomón que abundó de estos bienes, y sin embargo dice: «Todas las cosas de este mundo son vanidad y aflicción de espíritu» (Ecl 14,1). Y no solamente son vanidad y aflicción, sino tormento de la pobre alma que no halla en los bienes de la tierra ninguno que la contente, sino que todos la afligen y la llenan de amargura. (...) Así es en efecto: piensa el hombre que los bienes terrenos podrán saciar su corazón ; pero como ve por experiencia, que a medida que los adquiere, observa el mismo vacío, jamás está contento , y cada día desea más. Dichoso aquel que no busca sino a Dios; porque Dios, como dice David, «sabrá saciar todos los deseos de su corazón» (Sal 56,4). Por eso dijo San Agustín: «¿Qué buscas en los bienes de este mundo, hombrecillo? busca a aquel bien que los contiene a todos». Y habiendo el Santo conocido por experiencia, que los bienes de este mundo no contentan nuestro corazón, sino que le afligen más, volviéndose hacia Dios, le decía: «En todos hallo aflicción, tú solo eres mi descanso». (...) Y en efecto, porque la paz que goza el que no quiere más que a Dios, vale más que todo el placer que pueden causar las criaturas, que si bien recrean el sentido, no pueden sin embargo contentar el corazón del hombre.
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El profeta Oseas nos advierte, que «el mundo tiene en la mano una balanza engañosa» (Os 12,7). Es preciso pues que pesemos los bienes en la balanza de Dios, y no en la del mundo, que hace que las cosas parezcan lo que no son. ¿Qué son en limpio las cosas de esta vida, o los bienes del mundo? Los días de mi vida, dice Job, pasaron con más velocidad que un caballo que corre, como las naves que conducen frutas (Job 9,25-26.) Las naves significan la vida del hombre que pasa ligera, y corre hacia la muerte: pero si el hombre atendió solamente a adquirir bienes terrenos, estos no son más que frutas, que se marchitan a la hora de la muerte, y no se pueden llevar al otro mundo. Falsamente, dice San Ambrosio, llamamos bienes nuestros aquellos que no podemos llevarnos con nosotros a la eternidad, donde hemos de vivir siempre, y a donde solamente nos ha de acompañar la virtud. (...)
¡O si los hombres tuviesen siempre presente aquella gran sentencia de Jesucristo que dice: «¿Qué aprovecha al hombre juntar todas las riquezas del mundo, si pierde su alma?» (Mt 6,26). Seguramente que dejaría de amarlas. Porque ¿de qué le servirán todas ellas a la hora de la muerte, si su alma es condenada al infierno por toda la eternidad? ¿A cuántos movió esta sentencia a encerrarse en los claustros, o retirarse a los desiertos, y a exponerse a los tormentos y a la muerte, como hicieron los santos mártires? (...) Este mismo pensamiento de la vanidad del mundo movió a San Francisco de Borja a retirarse de él; el cual al ver el desfigurado cadáver de la emperatriz Isabel, que había muerto en la flor de su juventud, determinó servir únicamente a Dios, diciendo: «¿Con que este es el fin que tienen las grandezas y las testas coronadas de este mundo? Quiero pues desde hoy en adelante servir a un amo que no pueda morir». El día de la muerte se llama día de perdición en el Deuteronomio (52.55). Y lo es en efecto; porque en aquel día hemos de perder y abandonar todos los bienes del mundo, todas las riquezas, todos los honores, todos los placeres. Las sombras de la muerte hacen desaparecer todos los tesoros y las grandezas terrenas, y reducen a la nada las púrpuras y las coronas. Decía sor Margarita de Santa Ana, carmelita descalza, hija del emperador Rodolfo II: «¿De qué sirve el ser rey a la hora de la muerte?» Y en efecto la hora funesta de la muerte pone fin a todas las delicias y pompas de la tierra. San Gregorio dice que son «falaces todos aquellos bienes que no pueden permanecer siempre con nosotros, ni saciar todos nuestros deseos». (...)
Bien confiesan esta verdad, aunque inútilmente, los infelices condenados en el infierno, en donde exclaman llorando sin cesar: «¿De qué nos aprovechó la soberbia, o la jactancia que cifrábamos en las riquezas? Todas aquellas cosas se desvanecieron como la sombra» (Sab 5,8-9). En verdad, se desvaneció para estos desgraciados, y solo les queda llanto y desesperación eterna. En vista de esto, abramos los ojos, oyentes míos, y procuremos salvar esta alma que poseemos, porque si la perdemos, ya no podemos salvarla en la otra vida. (...) Procuremos proveernos en esta vida de aquellos bienes que no puede arrebatarnos la muerte. Porque si hemos atesorado solamente bienes terrenos, en aquella última hora seremos llamados necios, y nos dirán lo que se dijo a aquel hombre rico de quien hace mención San Lucas. Este rico había recolectado una buena cosecha en sus campos y se decía a sí mismo: «Alma mía, tienes muchos bienes amontonados para muchos años; descansa, come, bebe y diviértete» (Lc 12,19). Pero Dios le dijo al punto: «Necio, esta noche te pedirán el alma; y todo eso que has amontonado ¿de quién será?» (Lc 12,20). Dice, te pedirán, porque al hombre no se le ha dado el alma en dominio, de modo que pueda disponer de ella a su arbitrio, sino en depósito, para que la guarde para Dios y se la vuelva después cuando se presente al tribunal del supremo Juez. Y después concluye el Evangelio: Lo mismo sucede al que procura hacerse rico de bienes terrenos, y no de amor de Dios y de virtudes (Lc 12,21). Por eso dice San Agustín: «¿Qué es lo que tiene el rico si no tiene caridad? ¿Y qué le falta al pobre que la tiene?». El que tiene todos los tesoros de la tierra y no tiene a Dios, es el más pobre del mundo; pero el pobre que tiene a Dios, todo lo tiene, aunque le falten los bienes de la tierra.
Cosa extraña, dice Jesucristo: «los hijos de este siglo, o amadores del mundo, son en sus negocios, mas sagaces que los hijos de la luz, o del evangelio, en el negocio de su eterna salud» (Lc 16,8) (...) ¡Cuántas incomodidades sufren los hombres por adquirir esta posesión, o aquel empleo! ¡Cuánto cuidado ponen en conservar la salud del cuerpo! Consultan al mejor médico, toman las mejores medicinas, observan con el mayor rigor cuanto se les manda. Pues por la salud del alma son tan descuidados los cristianos que no quieren sufrir la menor incomodidad. Pero a la luz de la candela de la muerte, en aquel tiempo que se llama tiempo de verdad, porque entonces se desvanecen todas nuestras ilusiones, conocen y confiesan los mundanos toda su locura. Entonces es cuando dicen todos: Ojalá me hubiese santificado. Ojalá hubiese abandonado todas las cosas del mundo y amado solamente a Dios. (...)
¿Y qué otra cosa es nuestra vida presente sino un drama que termina en un momento? Drama que puede terminar cuando menos lo esperamos. (...) Puesto que nuestra permanencia en esta tierra es breve, y todo ha de terminar con la muerte, sirvámonos de este mundo únicamente para despreciarle, como si no viviésemos en él, y procuremos adquirirlos tesoros eternos del Paraíso, en donde, como dice el Evangelio, «no hay polilla que los consuma, ni ladrones que los roben»(Mt 6,20). Por eso decía Santa Teresa, que no debemos hacer aprecio de lo que termina con la vida; el verdadero modo de vivir, es vivir de modo que no temamos la muerte. Aquel no la temerá, que viva desengañado de las vanidades de este mundo, y se ocupe únicamente en adquirir aquellos bienes que pueda llevar consigo a la eternidad, y le hagan feliz por los siglos de los siglos, amen".
Fuente: "Sermones abreviados para todas las dominicas del año", San Alfonso María de Ligorio, Tomo I, 1847. [Negrillas son nuestras.] / Imagen: "Vanitas Still-Life" by Evert Collier - Public Domain