"Considera la energía, la precisión y la universalidad de este oráculo: Si no hiciereis penitencia, todos pereceréis (Lc 13,5). Necesidad, por decirlo así, tan indispensable como la de la fe, la del bautismo y la de la gracia final para salvarse. Hablase respecto de los adultos. No hay edad, no hay condición, no hay estado que se exima de ella. La proposición es general, y también lo es la necesidad. O eres pecador, o eres inocente. Si pecador, ¿cómo te atreverás a prometerte el perdón sin la penitencia? Si inocente, y aún no has pecado, puedes pecar; y esto basta para que la penitencia te sea indispensable. (...)
¡O mi Dios, y cuántos enemigos tenemos siempre alerta y emboscando siempre! En la vida todo es peligros, todo lazos, escollos todo. Dentro de nosotros mismos llevamos el enemigo de nuestra salvación, siempre de inteligencia con los sentidos, siempre dócil a la impresión de los objetos exteriores, siempre de acuerdo con el amor propio. En la misma sangre contraemos la inclinación a lo malo. Todo es tentación, y la vida del hombre es una continua guerra que solo se acaba con la muerte. El que no quiere ser vencido, no puede dejar las armas de la mano; y si no se vela sin cesar contra un enemigo que jamás se duerme, es preciso que nos sorprenda. El aire que respiramos es contagioso; son pocos los objetos que no despidan de sí algunos hálitos malignos; no puede estar seguro el que se expone a ellos sin preservativos y sin precauciones. Esos preservativos, sin los cuales corre peligro la vida; esas armas, sin cuya defensa seguramente nos herirá el enemigo; esa vigilancia, esos esfuerzos, esa violencia, de que ninguno debe considerarse dispensado, es la penitencia; es preciso velar y orar sin cesar; es preciso mortificar el cuerpo del pecado, reprimir los sentidos, domar las pasiones, todas a cual más rebeldes. ¿Qué te parece? ¿Conservase por largo tiempo la inocencia sin el auxilio de la penitencia? Y si se ha pecado, ¿se podrá excusar este socorro? El incomprensible rigor de las penas del infierno y su eterna duración aun no son suplicio excesivo para castigar un solo pecado mortal; y una alma manchada con millares de millares de gravísimas y de feísimas culpas, ¿presumirá conseguir el perdón sin hacer penitencia? ¡Qué locura! Cuéntase con los méritos de nuestro Señor Jesucristo: es así porque sin estos méritos, qué podíamos nosotros esperar; pero ese mismo Salvador, ese Padre de las misericordias nos declara expresamente, que con toda su misericordia si no hacemos penitencia, todos pereceremos infaliblemente. ¿Has comprendido bien la fuerza y el sentido de este oráculo?
Considera que la condición habla con todos los estados. Si no hiciereis penitencia, todos pereceréis. La generalidad es sin excepción. Grandes del mundo, criados en el seno de la delicadeza y del esplendor, ante quienes todos se doblan, todos se arrodillan, todos se postran, y que ignoráis hasta las voces de mortificación; si no hiciereis penitencia, todos pereceréis.
Poderosos del siglo, vosotros que vivís en medio de la abundancia, rodeados de la magnificencia, anegados en gustos, nadando en diversiones; vosotros, a quienes todos lisonjean, todos aplauden, todo se muestra risueño, pasando los días en la ociosidad, en la alegría y en el regalo; si no hiciereis penitencia, todos pereceréis; todos, sin que se tenga respeto ni a la grandeza de vuestro nombre, ni al esplendor de vuestro nacimiento, ni a la delicadeza de vuestra complexión.
Damas del mundo, a quienes estremece, a quienes pone horror el nombre solo de penitencia, vosotras, que consumís todos los días de la vida en eternas inutilidades, en juegos, en cortejos, en pasatiempos, en espectáculos; vosotras, que a costa de infinitos afanes cultiváis la hermosura, la brillantez, la frescura y la viveza del color; vosotras, que promovéis la sensualidad hasta lo más refinado de la delicadeza; si no hiciereis penitencia, todas pereceréis, todas sin excepción.
Hombres de negocios, comerciantes, pobres oficiales, a quien ocupa toda la vida la codicia, el amor al interés y el ansia de hacer fortuna; si no hiciereis penitencia, todos pereceréis; hasta los más infelices mendigos, hasta los que viven como abismados en lo profundo de la miseria, si se han de salvar, han de hacer penitencia.
Argúyase, sutilícese, interprétese cuanto se quisiere; es un oráculo que no se puede eludir, es un decreto claro y preciso, que de todos se deja entender. Vosotros, seáis lo que quisiereis, si no hiciereis penitencia, y una penitencia proporcionada a vuestras culpas, a vuestras necesidades, y una penitencia sincera y constante, todos pereceréis. Por más que te quieras atolondrar, por más que te quieras aturdir, por más que te quieras revolver contra este moral, no hay cosa más cierta ni más infalible que este oráculo. Los cielos y la tierra pasarán; pero las palabras de Jesucristo se mantendrán inmutables.
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Espanta el nombre solo de penitencia. Ayunos, abstinencias, cilicios, sacos, disciplinas, maceración de la carne, industrias ingeniosas de mortificación, todo asusta, todo sobresalta nuestra delicadeza. ¿Pero nos dispensará ésta en la obligación de hacer penitencia? ¡Cosa extraña! Se peca, se vive divertidamente, delicadamente, regaladamente, y se muere sin haber hecho ninguna penitencia. ¿Pues cuál ha de ser nuestra suerte? O hemos de ser eternamente condenados, o va por tierra la palabra de Jesucristo. Considera, si puedes, nuestra impenitente vida con esta infalible predicción: Si no hiciereis penitencia, todos pereceréis. No te engañes miserablemente; de cualquiera edad, de cualquiera estado, de cualquiera condición que seas, ten por cierto que infaliblemente te condenarás, si no hicieres penitencia; y comiénzala a hacer sin dilatar un solo día, si no quieres ser condenado. Da principio por un vivo y sincero dolor de tus culpas, que es la penitencia del corazón; pero no basta eso por lo común; esa contrición, ese dolor, ese arrepentimiento y esa penitencia de corazón acompáñala con la mortificación del cuerpo, de los sentidos y de la delicadeza.
Las penitencias, por decirlo así, de obligación, han de preceder a todas las demás; ayunos de la Iglesia, que son penitencias de precepto, cuaresmas, cuatro témporas y días de abstinencia, en esto nunca te has de dispensar. ¿Pero te incomodan un poco estos preceptos? mejor; eso es lo que pretende la Iglesia; por eso se imponen los ayunos y las abstinencias para incomodar la sensualidad y el amor propio; no pretende la Iglesia matarte, sino mortificarte. Si no sintieras algún trabajo, no sería penitencia. ¿Pero serán legítimas todas esas dispensaciones? ¿Muchas de ellas no serán subrepticias? (...)
No te contentes con las penitencias de obligación, añade a ellas algunas voluntarias. Buena penitencia es sufrir sin hablar palabra, llevar con paciencia el mal humor de aquellos con quien vives y con quien tratas, sus contradicciones, sus injurias y sus desprecios. Los instrumentos de mortificación para macerar la carne no se hicieron solamente para los claustros religiosos, también son muy convenientes a los seglares; razón es que donde hay más pecados haya también mas penitencia. Si lo consultas con tu amor propio, no habrá penitencia que no te haga daño; consulta el punto con tus enormes culpas, y hallarás que por más penitencias que hagas, por austera y por mortificada que sea tu vida, siempre quedarás deudor a la divina Justicia. La penitencia debe ser una virtud ordinaria a todos los cristianos; no se pase día sin que hagas alguna; mortifica tus sentidos, tus ojos, tu lengua, tu apetito, tu gusto y tus pasiones; haz algún sacrificio cada día, acordándote siempre que irremisiblemente perecerás si no hicieres penitencia. El reino de los cielos padece fuerza, y solamente le arrebatan los que se hacen violencia".
Fuente: "Año cristiano o ejercicios devotos para todos los días del año" por el P. Juan Croisset, Día 6, Tomo: Julio, 1804. - [Negrillas son nuestras.] / Imagen: "El retorno del hijo pródigo" por Bartolomé Esteban Murillo / Licencia: CC0 Public Domain