De la muerte de los mundanos - La Fe Cristiana

De la muerte de los mundanos



"Ecce defunctus efferebatur filiuss unicus matris suœ. Sacaban a enterrar a un difunto, hijo único de su madre. (Luc. VII, 12)

Refiere el Evangelio de hoy, que caminando Jesucristo a la ciudad llamada Naim, y cuando estaba cerca de la puerta de la ciudad, he aquí que sacaban a enterrar a un difunto, hijo único de su madre, la cual era viuda: Ecce defunctus efferebatur. Contraigámonos a estas solas palabras, y discurramos un poco acerca de la muerte. La santa Iglesia, quiere hacer a los fieles, por medio de los sacerdotes, todos los años, el día de Ceniza, este recuerdo: Memento homo quia pulvis es, et in pulverum reverteris: Acuérdate, hombre de que eres polvo y en polvo te has de convertir. ¡Ojalá que los hombres tuvieran siempre presente la memoria de la muerte, y no tendrían una vida tan desarreglada!. Para que vosotros, pues, oyentes (y lectores) míos, la tengáis impresa en vuestra mente, me propongo hablaros de la muerte práctica, esto es, me propongo relataros lo que ordinariamente suele suceder en la muerte de los mundanos, con todas las circunstancias que en ella suelen acaecer. Por tanto consideraremos:

En el punto I. Lo que sucede durante la enfermedad.
En el punto II. Lo que sucede al recibir los sacramentos.
En el punto III. Lo que sucede al tiempo de morir.

PUNTO I
Lo que sucede durante la enfermedad.
1. No pretendo hablar en este discurso de un pecador que vive habitualmente en pecado; sino de un hombre de mundo que descuida de su alma, y está siempre embebido en los negocios de la tierra, como contratos, enemistades, amancebamientos y juegos, que ha caído muchas veces en el pecado y pocas se ha confesado. Su vida no es otra cosa que un encadenamiento de caídas y recaídas, y raras veces ha tenido limpia la conciencia. Consideremos la muerte de este hombre con arreglo a lo que suele suceder a semejantes hombres.

2. Y comencemos desde el principio en que se deja ver la última enfermedad. Este, pues, se levanta por la mañana, sale de la casa para dedicarse a sus negocios, y mientras está ocupándose de ellos, le sobrevine un gran dolor de cabeza, le vacilan las piernas, experimenta un frío que recorre todos sus miembros, siente náuseas de estómago, y una gran debilidad en toda su máquina. Entonces se retira a  su casa, y se acuesta. Acude al momento la mujer, los deudos, y las hermanas y le dicen: ¿Porqué te has retirado tan presto? ¿Que novedad es ésta? - Me siento enfermo, responde él; no me puedo tener en pie, tengo un fuerte dolor de cabeza. - ¿Tienes fiebre? le preguntan. – No lo sé, contesta; pero creo que si; enviad a llamar al médico. Se llama al médico a toda prisa. Entretanto el enfermo está en la cama, donde le acomete un grande frío que le hace temblar de pies a cabeza. Le aumentan la ropa; pero el frío no cesa sino al cabo de una o dos horas, y entonces le sobreviene un gran calor. Llega por fin el médico, le pregunta que es lo que siente, le toma el pulso, y ve que tiene calentura. Pero para no intimidar al enfermo dice: Fiebre hay, pero no es cosa de mucho cuidado. ¿Ha cometido usted algún exceso? - Hace algunos días que salí de noche, responde; y se apoderó de mí el frío: asistí al banquete de una amigo y me excedí algo en comer. - Esto es nada: no es más que un estómago algo cargado, o quizá alguna fluxión de las que corren por esta variación de tiempo. Guarde usted dieta hoy: que le den una taza de té, y tranquilícese usted: mañana volveré.¡Que no hubiese allí un ángel que le dijese de parte de Dios! ¿Que dice usted, señor médico? ¿Con que esta enfermedad no es nada? ¿No ha conocido Ud. la señal que ha dado la justicia divina desde el primer instante que la enfermedad atacó al enfermo? La muerte de este hombre está determinada; el tiempo de la venganza divina ya ha llegado.

3. Llega la noche, y el pobre enfermo no puede descansar. La dificultad de respirarse aumenta, los dolores de cabeza crecen , la noche le parece un siglo. Desde los primeros fulgores de la mañana, llama: los parientes y la familia acuden corriendo y le preguntan: ¿Has descansado esta noche? — ¡Qué he de descansar! responde, si no he podido cerrar los ojos. ¡Ay Dios, que desazón siento! ¡Que espasmos tan crueles! parece que dos clavos me penetran las sienes: que vayan corriendo d llamar al médico, y que venga sin tardanza. El médico llega; la fiebre ha hecho progresos, pero sin embargo dice al enfermo: No hay que tener cuidado, esto no es nada; la fluxion debe seguir su curso, pero la fiebre desterrará el mal. Llega el tercer día, y el enfermo no está mejor. A la mañana siguiente se dejan ver todos los síntomas que declaran la malignidad de la enfermedad. La boca está amarga, la lengua negra, el enfermo desazonado; los discursos inútiles vuelven a comenzar. Entonces el médico ordena purga, sangrías, agua fría para contrariar la fiebre que se ha hecho más aguda; y luego dice a los parientes : Bajo mi honor aseguro a Uds., que la enfermedad es muy grave; no quisiera visitarle yo solo; seria bueno tener una consulta. Pero sobre esto solamente habla en secreto a los de la familia; más nada le dice al enfermo por no asustarlo; antes le consuela, diciéndole: No tenga Ud. cuidado que esto no será nada.

4. Siguen entretanto hablando de remedios y de consultas; más no se trata de confesión ni de sacramentos. Yo no sé ciertamente como han de salvarse semejantes médicos. Ellos juraron al graduarse, como previene la bula de N. Santo Padre Pío V, que dejarían de visitar al enfermo que no se confesase pasado el tercer día de la enfermedad; pues no se dispensan hoy de cumplir el juramento que prestaron, dando así ocasión a que se pierdan muchas almas. Y ¿de que sirve la confesión al enfermo, después que ha perdido la cabeza  y el uso de los sentidos? Hermanos míos, cuando os sintáis enfermos, no esperéis a que el médico os diga que os confeséis: hacedlo sin que nadie os mueva a ello. Porque los médicos, por no desagradar a los enfermos, no les hablan del peligro en que se hallan, sino cuando la enfermedad es incurable. El médico que primero debéis llamar es el del alma; porque más importa la salvación de ésta, que la del cuerpo. Se trata de la eternidad; y si por desgracias os engañáis, este error no será de un día, sino de siglos que no tendrán jamás fin.

5. Si el médico oculta el peligro al enfermo, los parientes se portan todavía peor; porque ellos le lisonjean disimulándole la gravedad del mal, y le dicen que va mejor, y que los médicos están contentos. ¡Oh parientes crueles! ¡Oh amigos traidores y pérfidos, más peligrosos que los enemigos más encarnizados! En lugar de advertir al enfermo, manifestándole su verdadero estado, como tienen obligación, sobre todo, el padre, el hermano, y el hijo, para que arregle su conciencia con tiempo, le engañan, le lisonjean y le conducen al Infierno. Pero, a pesar de que el médico y los parientes le ocultan la verdad, el pobre enfermo conoce que su enfermedad es mortal por las incomodidades y afanes que experimenta, y por el silencio que guardan los amigos que acuden a visitarle; y quizá también por ver las lágrimas de alguno de su familia. Entretanto dice el enfermo en su interior: Ya se me acerca la hora de la muerte, y estos no me dicen nada por no afligirme.

6. No, los parientes no le avisan acerca del peligro que corre de morir, pero hacen venir al escribano luego que piensan en sus intereses , que aprecian más que la salvación del enfermo, porque esperan que les deje una buena porción de sus riquezas. A su llegada dice el enfermo: ¿Quién es ese? Los parientes responden: Es el escribano; viene por si acaso quieres hacer testamento para tranquilizar tu conciencia- ¿Con que tan enfermo y vecino de la muerte me hallo?, exclama el enfermo– No señor, dicen los parientes: ya sabemos que esta precaución no es absolutamente necesaria; pero al cabo, el testamento se ha de hacer un día u otro y más vale hacerle cuando la cabeza está segura. -Bien, responde el enfermo, puesto que ha venido al escribano y queréis que lo haga, lo haremos. Escriba Ud, señor escribano. Lo primero que le pregunta el escribano es, en que iglesia quiere sepultarse si acaso muere. ¡Oh, que pregunta tan dolorosa para el enfermo! Pero después de hecha la elección de la sepultura comienza a hablar de éste modo: Dejo a mis hijos tal heredad, tal casa a mi hermano; tal mueble de plata a mi amigo fulano; tal otro a mi amigo zutano. Pero, señor enfermo ¿que es lo que hacéis? ¿Os ha costado  tanto trabajo adquirir estos bienes, quizá agravasteis vuestra conciencia para adquirirlos, y ahora los repartís con tanta prodigalidad? Más no tiene remedio; cuando llega la muerte es preciso dejarlo todo. Sin embargo, esto cuesta gran pena al enfermo, que tenía pegado su corazón a aquellos muebles, a aquella casa, a aquel jardín y a aquellas riquezas. Llega al fin la muerte, descarga su guadaña, y espera de un golpe el corazón de todo lo que amaba en este mundo. ¡Que golpe tan terrible para el desdichado enfermo! ¡Ah, oyentes (y lectores) míos! no pongamos nuestro apego en las cosas de este mundo: mirémosle con indiferencia, hasta que llegue la muerte y tengamos que abandonarlas con angustia y con grave peligro de nuestra alma.

PUNTO II.
Lo que sucede al recibir los sacramentos.
7. Hemos visto que el enfermo ha hecho ya su testamento. Después que han discurrido ocho a diez días de enfermedad, viendo sus parientes que va de mal a peor y que se acerca a la muerte, suele decir alguno de ellos. Pero ¿Cúando le decimos que se confiese? Era hombre de mundo y sabemos que no ha sido santo. Todos dicen entonces que se debe confesar; más no se encuentra entre ellos ninguno que quiera anunciarle esta amarga nueva. Por esta razón se envía a llamar al párroco, o a otro confesor para que se la dé; esto es, cuando el enfermo ha perdido casi enteramente la razón. Llega el confesor, se va informando de los domésticos cerca del estado de la enfermedad y luego de la vida del enfermo, y conoce que su conciencia está bastante embrollada. Entonces, según las circunstancias que oye, tiembla por la salvación de aquella pobre alma. Y viendo que el enfermo se halla en el último apuro, ordena ante todas las cosas que los parientes se aparten de la cama, o que se retiren del aposento: luego se acerca él al enfermo y le saluda. El enfermo abre los ojos, diciendo: ¿Quién es Ud? - Soy el párroco, o soy el padre fulano – Y que quiere usted – He venido porque he sabido de su grave enfermedad, y ver si quiere Ud confesarse. - Gracias padre; por ahora le suplico que me deje usted descansar, porque ya hace muchas noches que no duermo; y no puedo hablar, encomiéndeme Ud. a Dios, y déjeme en paz.

8. Entonces el confesor, que ha sospechado ya el triste estado del alama y del cuerpo del enfermo, le dice: Señor fulano, yo espero en el Señor y en la Virgen Santísima, que le librará de esta enfermedad; pero todos hemos de morir una vez: su enfermedad de Ud. es grave, y por lo mismo debe Ud. confesarse y ajustar las cuentas del alma, si es que le remuerde la conciencia, pues este ha sido el fin de mi venida. – Padre mío, confieso que no tengo la conciencia  muy limpia, lo cual exige una confesión larga; pero ahora lo digo francamente, mi cabeza no está para eso, y el dolor me impide respirar; mañana nos veremos. - Pero señor, ¿quién sabe lo que puede suceder hasta mañana? Puede usted tener un insulto, un aumento de fiebre, un accidente. - Padre no me atormente Ud. más; ya le he dicho que no puedo. Pero el confesor, que sabe que queda poca esperanza de salvar al enfermo, se ve precisado con a hablarle con mayor claridad, y le dice: Señor fulano, sepa Ud. que su vida se acaba; le ruego que se confiese ahora, porque quizá mañana no será tiempo. -¿Por qué?- Porque así lo dicen los médicos. El enfermo entonces se exaspera contra los médicos, y contra los parientes, diciendo: ¡Cómo me han engañado los traidores! Ellos sabían que me moría, y ninguno me lo ha advertido. ¡Ay de mí! El confesor le replica: No hay que desconfiar por lo que toca a la confesión: basta que diga Ud. los pecados más graves de que se acuerde; yo mismo le ayudaré a hacer el examen de la conciencia. Vamos comience Ud. la confesión. El enfermo se esfuerza por comenzarla, pero se confunde y no sabe por donde principiar: comienza a pronunciar palabras, y no acierta a explicarse, y apenas entiende lo que el confesor le dice. ¡Oh Dios mío! A estos últimos apuros esperan semejantes hombres a tratar el negocio más importante, cual lo es el de la salvación eterna. El confesor oye que se acusa de sus malos hábitos, de restituciones que debía haber hecho, de calumnias, de confesiones mal hechas por falta de dolor y de propósito de la enmienda. En fin, le ayuda a hacer la confesión lo mejor que puede, y por último le dice: Basta, hagamos un acto de contrición. Pero quiera Dios que no le suceda a éste moribundo lo que sucedió a otro que expiró en las manos del cardenal Belarmino. El cardenal le dictaba el acto de contrición, y el enfermo le interrumpió diciéndole: Padre, no se canse Ud., porque esas cosas que Vd. me dice no las comprendo yo. Por último, el confesor le absuelve, porque la misericordia de Dios es infinita; pero ¿quién sabe si Dios confirmará ésta absolución?

9. En seguida le dice el confesor: Ahora prepárese usted a recibir el Viático, esto es, el cuerpo de Jesucristo. - Ahora estamos a mitad de la noche; mañana lo recibiré. - Ahora ha de ser, porque quizá mañana no habrá tiempo. Ahora debe Ud. recibir todos los sacramentos, el Viático y la Extremaunción. -¡Ay de mí, exclama el enfermo! ¡Con que ya me muero! Y tiene razón de hablar de esta suerte, porque es costumbre de los médicos, mandar que los enfermos reciban el Viático cuando están próximos a expirar y han perdido los sentidos; abuso, por desgracia muy general. El Viático debe darse a los enfermos siempre que hay peligro de muerte, como dicen comúnmente los doctores. Y conviene advertir lo que recomienda Benedicto XIV en su bula 53.(In Euchol. Grœc § 46, ap. Bullar. tom. 4º), a saber: Que cuando el enfermo se halla en peligro de muerte, debe recibir la Extremaunción. Y por consiguiente, se le puede dar después del Viático, y no debe nunca esperarse que se halle en la agonía, cuando ha perdido ya el uso de los sentidos.

10. Mira, ya el Viático: el enfermo se pone a temblar cuando oye tocar la campanilla; y su temor se acrecienta al ver entrar al sacerdote en su aposento, llevando en sus manos el Santísimo Sacramento, y los cirios que iluminan el aposento. Comienza el sacerdote a leer las palabras del Ritual: Accipe, frater, Viaticum Corporis Domini nostri Jesu Christi, qui te custodiat ab hoste maligno, et perducat in vitam æternam. Amén: Recibe, hermano el Viático del Cuerpo de Nuestro Señor Jesucristo, para que te defienda del espíritu maligno y te conduzca a la vida eterna. Luego le dá la comunión, y enseguida un poco de agua para que le pase al estómago, porque sus fauces están enteramente secas.

11. Inmediatamente le suministra la Extremaunción, y le unge los ojos, pronunciando estas palabras: Per istam sanctam Unctionem, et suam piisimam misericordiam, indulgeat tibi Deus, quidquid per visum deliquisti: Por esta santa unción y por su misericordia infinita te perdone Dios cuanto le ofendiste con la vista. Sigue ungiéndole los demás sentidos, a saber: los oídos, las narices, la boca, las manos, los pies, y los riñones, diciendo: Quidquid per auditum deliquisti, per odoratum, per gustum et locutionem, per tctum, per gressum et lumborum delectationem: Perdónete Dios  lo que le ofendistes  por los oídos, por el olfato, por el gusto, por la conversación, por el tacto, por los pasos y por la delectación sensual. Y al mismo tiempo va recordando el demonio al enfermo todos los pecados que cometió por medio de estos sentidos diciéndole: ¿Cómo podrás salvarte con tantos pecados?¡Oh, cuanto te amedrentarán entonces aquellas culpas graves que suelen llamarse fragilidades humanas! Los mundanos no hacen caso de ellas, mientras gozan de buena salud; pero en aquel lance será cada una de ellas una espada que le traspasará el alma.

PUNTO III
Lo que sucede al tiempo de morir.
12. Después de la administrados los sacramentos, sale el sacerdote y deja solo al enfermo. Este permanece más espantado que antes, al considerar que todo lo ha hecho con la mayor confusión y que tiene la conciencia inquieta. Entre tanto, se dejan ver más claramente las señales de la muerte; porque el enfermo se cubre de un  sudor frío, se le oscurece la vista, y no puede conocer ya a los que lo rodean; le falta el habla y se le acaba la respiración. Entre las tinieblas de la muerte, dice en su interior: ¡Oh, si yo tuviese más tiempo! ¡Si lograse al menos tener serena la imaginación un sólo día, para hacer una buena confesión! Y es que el desgraciado duda de la que hizo, por no haber sabido hacer un verdadero acto de dolor. Más sus deseos son vanos, porque ya no hay tiempo para él: Tempus non erit amplius. (Apoc. X, 6). El confesor tiene ya preparado el libro para intimarle el destierro de éste mundo, de este modo: Proiciscere, anima christiana, de hoc mundo: Sal, alma cristiana, de éste mundo. El, entretanto sigue reflexionando en su interior de este modo: ¡Oh años de mi vida perdidos para mí! ¡Oh, cuán necio he sido! Pero ¿cúando le ocurren éstas ideas? Cuando va a terminar para él la escena de éste mundo, y se le acaba la vida; cuando ve llegar aquel gran momento, del cual depende su felicidad eterna o su desgracia.

13. Mas ya los ojos se le petrifican, las extremidades del cuerpo se le hielan, y todo él parece un frío cadáver. Su agonía comienza, y el sacerdote comienza también la recomendación del alma. Terminada, el confesor toca los pulsos del moribundo, y ve que han cesado sus funciones como el movimiento de un reloj que no tiene cuerda. Entonces el sacerdote que le asiste alza la voz, y le dice, por si acaso le puede escuchar: Dios mío, asistidme: Dios mío, socorredme, haced misericordia de mí. Jesús mío crucificado, salvadme por vuestra pasión: Virgen purísima, ayudadme. San José, San Miguel Arcángel, Ángel custodio, amparadme. Santos del Paraíso, rogad todos a Jesús por mí. Jesús, Jesús, Jesús y María, yo os entrego mi corazón y mi alma. Dichas estas últimas palabras, el moribundo da un suspiro, las lágrimas le brotan en los ojos, su pecho exhala tres o cuatro gemidos, y en el último entrega su alma al Creador.

14. Entonces el sacerdote le acerca la candela a la boca para ver si respira todavía; pero ve que la llama no se mueve, y reconoce que ha expirado ya. Por lo tanto dice Requiescat in pace: y volviéndose a los circunstantes añade: Ha muerto, señores, ha volado a la eternidad. Dios nos conceda largos años de vida para rogar por él. Es verdad que ha muerto, pero ¿cómo ha muerto? Se ignora si se ha salvado, o condenado; lo que se sabe es, que ha muerto combatido de una terrible tempestad: Morietur in tempestate anima eorum.(Job. XXXVI, 14) Éste es el fin que espera a todos los desgraciados que han pensado poco en Dios durante su vida.

15. Inmediatamente visten el cadáver antes que se enfríe como el mármol. Para este fin eligen los vestidos más usados, puesto que han de pudrirse en el sepulcro. Ponen a un lado dos cirios encendidos, corren las cortinas de su alcoba, y se salen todos del aposento. Avisan al párroco para que vega a la mañana siguiente a recoger el cadáver. El día siguiente vienen los sacerdotes, preparan las exequias, y se llevan el cadáver, y éste es el último paseo que hace en éste mundo. Los sacerdotes cantan el De profundis clamavi ad te, Domine, etc., y los que presencian las exequias hablan del difunto. El uno dice que era un soberbio; el otro que debía haber muerto diez años antes. Y no falta quien añada, que fué feliz, porque tuvo dinero, una hermosa casa, y una bella quinta; pero que nada de ésto se lleva al otro mundo. Mientras hablan de éste modo, quizá el difunto está ardiendo en los Infiernos. Al fin, se le canta el Requiescat in pace. Sí, descansará en paz, si murió en la amistad de Dios; pero ¿que paz ha de gozar si murió en pecado? Para él no habrá paz mientras Dios sea Dios. Inmediatamente se abre la sepultura, se mete en ella el cadáver; se pone encima la lápida, y se deja allí para que sea pasto de gusanos: los parientes se visten de luto, después de haberse distribuido sus riquezas: derraman algunas lágrimas por bien parecer; y pasados dos o tres días, ya no se acuerdan de él. Ved, oyentes (y lectores) míos, el triste fin que a todos nos espera; y vean también los hombres mundanos la confusión que les aguarda a la hora de la muerte, si mientras son jóvenes y tienen salud, viven olvidados del negocio de su salvación. ¿Queréis no hallaros defraudados cuando llegue la hora de la muerte? Ambulate in luce dum lucem habetis, ut non vos tenebræ comprehendant, como nos dice el santo Evangelio. Obrad bien mientras tenéis tiempo, para que no os sorprenda la muerte. Hacedlo así, amados cristianos, y de este modo aseguraréis vuestra salvación, que es el negocio que más nos importa a los tristes desterrados en este valle de miserias."

Fuente: "Sermones abreviados para todas las dominicas del año", San Alfonso María de Ligorio, 1847 - [Negrillas son nuestras.]

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