El Infierno - La Fe Cristiana

El Infierno



"Considera que hay infierno; es decir, un lugar en que todo el poder de Dios junta todos los tormentos para castigar, para atormentar a los que mueren en su desgracia, y para hacerlos padecer eternamente.

La cólera de todo un Dios irritado enciende en él un fuego de un ardor, de una vivacidad incomprensibles, que no solo abrasa los cuerpos, sino también las almas. Un condenado está sumergido, sepultado, anegado en aquel fuego inmoble, en medio de aquel fuego, penetrado de aquel fuego, sin poder respirar más que el fuego que le abrasa. Cada momento padece nuevo dolor y nuevo suplicio; y por un prodigio espantoso de rigor, efecto todo del poder divino, el condenado padece todos los suplicios juntos en cada momento.

Pero por espantosas, por incomprensibles que sean aquellas penas, se puede decir que son poca cosa en comparación de aquel penetrante dolor, de aquella eterna desesperación que le causa la memoria del tiempo pasado, lo mal que se aprovechó de él, y de tantos auxilios como tuvo.

La falsa brillantez de las honras que le deslumbró; los bienes fantásticos que le ocuparon; la engañosa apariencia de los deleites que le tuvieron como encantado; la vanidad de los objetos que le apartaron de Dios; la ridiculez de los que se llaman respetos humanos; y lo nada de las grandezas del mundo, todas estas son otras tantas furias que despedazan, que taladran el corazón de un infeliz condenado.

¡Que por gozar de unos sucios, y momentáneos deleites, por satisfacer mi orgullo y mi vanidad, por contentar mi pasión, me he precipitado en estos hornos eternos! Fantasmas de grandezas, fortuna quimérica, vanas ideas de felicidad, cien veces os condené, y no dejé de irme tras de vosotras; y por haberme apacentado de vuestra engañosa esperanza me veo condenado. Pude salvarme; ¿cuántas saludables inspiraciones desprecié? Nunca me faltaron auxilios suficientes; pero no me dio gana de corresponderlos. Pensé en el infierno; creí todo lo que estoy viendo, todo lo que estoy experimentando; bramaba de indignación y de horror contra los que se condenaban, y yo soy uno de ellos.

A estos mortales remordimientos, a estas penas incomprensibles añade la vida de un Dios soberanamente irritado, de un Salvador convertido en enemigo irreconciliable, de un Dios perdido sin recurso, y perdido por el pecado. Era menester poder concebir lo que es Dios, para poder comprender qué tormento es el perderle, y perderle sin esperanza de volverle a recobrar. Esta sola pena equivale a todos los suplicios: sin esta pérdida el mismo infierno con todos sus tormentos se convertiría en un lugar de delicias. Concibe, si es posible, qué tormento es haber perdido a Dios para siempre.

¡Ah Señor! piérdalo yo todo desde este mismo punto, bienes, dignidades, salud, y hasta la misma vida, antes que perderos a vos. He merecido el infierno; pero confió y apelo a vuestra infinita misericordia: no permitáis, dulce Jesús mío, que me condene.

Considera que las penas del infierno no solo son universales, excesivas, incomprensibles, sino también eternas; es decir, que aunque tan espantosas, tan intolerables que no hay esperanza de que jamás se acaben, ni que por un solo instante se alivien.

¡Qué dolor, qué desesperación, qué rabia la de una alma condenada, cuando desde aquel abismo de la eternidad, después de haber ardido cien mil millones de millones de años, vuelve los ojos hacia esta pequeña porción, hacia este puñado de tiempo que vivió, el que apenas podrá descubrir entre aquel prodigioso número de siglos que habrán pasado después de su muerte! Pensará que por no haberse querido hacer un poco de violencia durante un cortísimo espacio de tiempo, arde y padece todos los suplicios juntos después de tantos millones de siglos, sin que se pueda decir que le resta ni un solo momento menos que padecer.

Arder en el infierno tantos años, tantos siglos como instantes se vivieron, causa espanto esta duración; ¿qué será arder tantos millones de siglos como gotas de agua hay en los ríos y en la mar? Habrá sufrido un condenado en aquellos calabozos de fuego toda esa incomprensible duración de tiempo, y no se habrá pasado un medio cuarto de hora, ni un instante de la eternidad; los hijos de tus hijos estarán enterrados; habrá consumido el tiempo las casas en que habitaste, la ciudad en que naciste, y los estados en que pasaste tu vida; en fin, habrán sepultado los siglos a todo el Universo en sus propias cenizas; después del mundo se habrán pasado tantos millones de siglos como duró momentos el mismo mundo, y un solo instante habrá corrido de la espantosa eternidad; si te condenaste te queda tanto por padecer como desde el mismo punto que fuiste sumergido en aquellas llamas.

¡Oh eternidad espantosa! ¡Oh incomprensible eternidad, quién te puede creer, y vivir en pecado un solo momento, y dilatar un solo momento la penitencia!

Supongamos que un pecador fuese condenado a arder en el infierno hasta que una hormiga trasladase al mar toda la arena de sus orillas, llevando de mil a mil años un solo grano. ¡Ah, desde que Caín está en el infierno, solo seis granos hubiera transportado este animalillo! ¿Pues qué sería si aquel desdichado tuviese que padecer hasta que la hormiga trasladase no solo toda la arena del mar, sino toda la tierra del mundo? ¿Si hubiese de arder hasta que pasando de mil a mil años, acabase de roer todas las peñas, todos los montes de la tierra? La razón se pierde, y la imaginación se confunde en esta incomprensible extensión de tiempo. Con todo eso si te condenas, ha de llegar tiempo en que puedas decir con verdad: desde que morí, desde que estoy rabiando en medio de estos incendios, aquella hormiga hubiera ya trasladado al mar toda la arena y toda la tierra del Universo, ya hubiera raído los montes y los peñascos, ya hubiera penetrado hasta el mismo centro del mundo; toda esa espantosa duración de tiempo se ha pasado en estos horribles tormentos, y me resta que padecer una eternidad toda entera. ¡Hay infierno, hay eternidad de infierno: hay cristianos que lo creen, y que todavía pecan! Esta es una cosa que parece tan incomprensible como el mismo infierno y como la misma eternidad.

¿Y qué, Señor, me habréis concedido vos tiempo y gracia para pensar en las penas del infierno, solo para que esta consideración, por pura malicia mía, me aumente algún día el dolor de haberme condenado después de haber considerado aquellas terribles penas? ¿Qué rabia, qué desesperación será la mía, si después de esta meditación no mudo de vida, si no me dedico a trabajar con vuestra poderosa ayuda en el negocio de mi salvación? Volved, Padre Eterno, vuestros benignos ojos hacia este miserable pecador; todavía estoy teñido con la sangre de mi Señor Jesucristo, en virtud de esta sangre os pido misericordia y gracia para amaros en vida y por toda la eternidad.

No pierdas de vista el infierno, dice el Sabio, si quieres meterte en el camino que lleva derecho a él. Es saludable, y provechoso ejercicio valerse de los trabajos de esta vida, y de todo lo que en ella nos aflige para excitar la memoria del infierno, y esta misma memoria suaviza en cierto modo los trabajos de la vida. Si padeces dolores vivos y agudos, acuérdate de los que padecen los condenados en el infierno; habitamos en casas, vivimos en pueblos, ejercemos empleos que ejercieron, vivieron, y habitaron muchos que están ardiendo en aquellas llamas. Nunca nos hallaremos en concursos, en convites, ni en diversiones, donde no se hallen algunos que probablemente se han de condenar. No hay contratiempo, ni aun gusto en esta vida, que no sea muy a propósito para traernos a la memoria los tormentos de la otra; ni hay remedio más eficaz no solo para templar, sino para apagar el apetito del deleite, que esta saludable memoria.

No hay pérdida irreparable sino la del alma: ruina entera de negocios, reveses de fortuna, pérdida de pleitos, naufragios, desgracias; todos los que se llaman en este mundo contratiempos y calamidades, hablando en rigor, todo tiene remedio, y hay consuelo para todo; pero si me condeno ¿quién me podrá consolar? ¿Qué esperanza puedo tener? ¿Qué alivio puedo prometerme? Todo se perdió para mí si pierdo a Dios. Sirva este pensamiento para fomentar tu devoción, y con ella el horror que debes tener a todo pecado. En tus pérdidas, en tus desgracias, en aquellos importunos cuidados que son inseparables de la vida, di a ti mismo, no hay otro mal que el pecado; ninguna pérdida debo temer sino la de Dios; los amigos, el tiempo y la misma muerte me pueden consolar en la pérdida de los bienes, de la salud, de los empleos; pero perder a Dios, y perderle para siempre, ¡Oh qué pérdida!".

Fuente: "Año cristiano o ejercicios devotos para todos los días del año" por el P. Juan Croisset, Día 27, Tomo: Julio, 1804. - [Negrillas son nuestras.] / Licencia Imagen: Representation of the torments of Hell Unknown master - CC0 Public domain

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