De la Oración - La Fe Cristiana

De la Oración



San Antonio María Claret nos enseña en este sermón sobre la oración lo siguiente: “1. Cristianos, ¿Quién sino un Dios podía hablar así? Solo a un Dios tan grande como el nuestro corresponde hacer una promesa tan magnífica y tan vasta, porque solo él tiene potestad y derecho de cumplirla. Pero digo mal, esta no es una simple promesa, es un juramento solemne que hace Jesucristo de concederlo todo a la oración. No una sola vez pronuncia este juramento: todos los evangelistas están contestes en que el Salvador casi nunca habló de la oración en otros términos. Y este privilegio no le concede a las oraciones de solos sus discípulos, sino en general a todos los que pidieren: Omnis enim qui petit, accipit. No dice: Pedid tal o cual cosa, sino: Todo lo que pidiéreis al Padre en mi nombre, os será dado: Quodcumque petieritis. Finalmente no es un privilegio exclusivo, pasajero ni limitado, sino indefinido en cuanto a tiempos, lugares, necesidades y personas. ¡ Ah! hermanos míos, ¿No es extraño que estando seguros como lo estamos del buen despacho y de la infalibilidad de la oración cuidemos tan poco de dedicarnos a este santo ejercicio o a lo menos le cumplamos con tan poco ahínco? ¿Cómo estando autorizados según lo estamos para aspirar a las gracias de Nuestro Señor Jesucristo, convidados por él a pedirle en todas nuestras necesidades y fundados en las promesas más magníficas para esperarlo todo de nuestras oraciones; cómo es que permanecemos privados de sus gracias más esenciales y tenemos tan poca parte en sus liberalidades? ¡Ah! ya lo comprendo, y de paso lamento la razón, que es muy natural: indudablemente es o porque no las pedimos, o porque las pedimos mal. Unos no las piden, y como la oración es el medio general establecido por Dios para alcanzar sus gracias, no es extraño que no las otorgue a quien no usa de ese medio. Otros las piden mal, y como la oración no puede ser eficaz sino en cuanto va acompañada de todas las condiciones requeridas, no consiguen nada. Pero ¿cuál es el origen de estos dos desórdenes? ¿Por qué hay tan pocos que oren, y menos aún que oren bien? Sin duda es porque no se conoce bastante la importancia y el precio de la oración, y aun se saben menos las disposiciones con que se debe de orar. Mostremos, pues, a los primeros la obligación que tienen de orar, y a los segundos enseñémosles las condiciones de que ha de ir acompañada su oración: esta será la materia de mi discurso. Imploremos los auxilios de la gracia por la mediación de María: Ave María.

Punto primero.
2. ¡Cuántos motivos y razones tengo que proponeros para inclinaros a la práctica de la oración! Su necesidad, su eficacia, su facilidad, sus ventajas, todo nos obliga y nos induce a hacer nuestra tarea mas importante de este santo ejercicio, poniendo en él nuestras mayores delicias. En efecto, ¿qué cosa mas necesaria que la oración, pues Dios nos la mandó como el único medio que tenemos para que se nos franqueen sus tesoros y se nos concedan sus gracias? ¿qué cosa mas eficaz que la oración, pues se funda en la infalibilidad de las promesas de Jesucristo, quien se obligó a concedernos todo lo que le pidiéremos? ¿qué cosa mas fácil que la oración, pues para ella no hemos menester de ilustración, ni de riquezas, ni de talento, ni de ciencia, sino que basta ser indigente y miserable para poder y saber orar? En una palabra, Dios quiere absolutamente que le pidamos, y nuestras necesidades lo exigen: eso es lo que constituye la indispensable necesidad de la oración. Dios no niega jamás nada a los que le piden como es debido: esto justifica la eficacia de la oración. Dios se halla siempre dispuesto, no solo a oírnos en cualquier situación en que nos encontremos, sino a enviarnos bien despachados siempre que reclamemos su asistencia: esto muestra la facilidad de la oración. Nada, pues, hay mas necesario, nada mas eficaz, nada mas fácil que la oración; tres poderosos motivos que explanaré en esta primera parte, y que deben hacernos amar tiernamente un tan santo ejercicio, al que hemos manifestado hasta aquí tibieza y hastío.

3. Todas las Escrituras atestan sin género de duda que la oración es el deber mas esencial e indispensable de la vida cristiana. Sin embargo, no creáis que voy a molestaros con la acotación de la multitud de pasajes esparcidos en el Antiguo y Nuevo Testamento, por los cuales nos da a entender el Espíritu Santo la necesidad de orar. Los sagrados Libros nos anuncian tantas veces y bajo tantas imágenes diferentes la necesidad de la oración que os fastidiaría si entrase en particularidades. Bástame deciros que Jesucristo nos la manda expresamente en mil lugares de su Evangelio, y que tal vez no hubo jamás un mandato mas natural ni mejor fundado: porque, bien seamos pecadores, bien seamos justos, ¿podemos razonablemente excusarnos de orar? Si somos pecadores, ¿quién duda que tenemos absoluta necesidad de la oración para convertirnos? Si somos justos, la oración nos es absolutamente necesaria para perseverar. Así en cualquier estado en que nos encontremos, es para nosotros una obligación y una necesidad vacar a la oración. Sí, pecadores, la oración os es absolutamente necesaria para convertiros: ved aquí la prueba y escuchadme bien, porque es una verdad que no podéis ignorar sin notable perjuicio de vuestra religión y vuestra fe. Sin la gracia no hay conversión ni penitencia, porque aunque tengamos algún caudal de virtud natural, y por mas que hagamos buen uso de nuestra razón y libertad, nos hallamos por nosotros mismos en absoluta imposibilidad de convertirnos y volver a Dios. Así lo defendió con tanto celo el inmortal Agustino contra el heresiarca Pelagio, y así fue definido solemnemente por la Iglesia, a saber: que un pecador no puede convertirse sin la gracia; de donde se sigue que no puede tampoco sin el auxilio de la oración. La razón es evidente; porque fuera de la primera gracia, que es independiente de la oración, es de fe que esta es el medio eficaz y universal por donde quiere Dios que alcancemos todas las demás gracias, y todas ellas en el curso ordinario de la Providencia están aparejadas esencialmente a la oración: Petite et accipietis: Pedid y recibiréis. Esa es la regla que nos prescribió Jesucristo: esa es la llave de todos los tesoros de la misericordia: ese es el divino conducto por donde se nos deben comunicar todos los bienes celestiales. De donde concluyo con el angélico Doctor, que ordinariamente hablando un pecador no tiene derecho de esperar y alcanzar de la bondad de Dios su conversión sino en consecuencia de lo que ora, y que si no ora no se convertirá jamás. Para convenceros mejor leed todas las conversiones cuya historia nos refiere el Evangelio, y veréis que no hay ninguna en que no tenga la oración alguna parte. La Cananea se convirtió después de haber pedido con súplicas: Señor, ayúdame. El Publicano se convirtió después de haber invocado la divina misericordia diciendo: Señor, seme propicio. La Samaritana hace penitencia después de haber pedido a Dios el agua saludable que lava y borra los pecados. Por último, el buen Ladrón se convierte después de haber pedido a Dios que se acuerde de él cuando esté en su paraíso. Así, pecadores, no esperéis poder convertiros de otra manera que con vuestras fervientes oraciones. Pero todavía voy más allá, y digo que en ciertas ocasiones el único recurso del pecador para convertirse es la oración.

De aquí saco dos consecuencias: la primera, que es erróneo y aun herético el decir que el pecador está destituido de todo auxilio para cumplir el bien a que está obligado y evitar el mal que le veda la ley de Dios, porque según san Agustín y los Concilios es cierto que tiene siempre la gracia de hacer lo que puede o la de pedir lo que no puede, y entonces le ayuda Dios para que pueda. Ahora bien, luego que el pecador es auxiliado de una o de otra de estas gracias, se hace posible para él el mandamiento divino, y no tiene ningún derecho de alegar la imposibilidad para disculpar sus desórdenes.

4. Pero si la oración es necesaria a los pecadores para obrar su conversión, ¿quién duda que los justos la necesitan igualmente para perseverar en el estado de gracia y de justicia? Porque no os figuréis, almas cristianas, que porque os habéis justificado delante de Dios o por el Bautismo, o por la Penitencia, os bastáis a vosotras mismas; que porque tenéis la dicha de gozar la gracia que os hace amigas de Dios, podéis evitar el mal y hacer el bien sin contar con ningún otro auxilio, y que para practicar la virtud os basta amarla y conocerla. No, sin el auxilio de las gracias actuales no podéis manteneros mucho tiempo en ese dichoso estado, ni satisfacer las obras de piedad que os están prescritas. En efecto ¡qué de tentaciones no tenéis que vencer en el discurso de una vida cristiana, qué de enemigos que combatir, qué de pasiones que reprimir, qué de caídas que precaver, qué de defectos que corregir, qué de virtudes que practicar! qué de deberes indispensables que cumplir! Pues si presumís, cristianos, poder hacer todo esto por vosotros mismos sin el auxilio de una fuerza extraña, o por mejor decir sin interesar la gracia de Dios con vuestras oraciones y súplicas, es sin contradicción el colmo de la ceguedad y de la insensatez, y aun un error de los mas condenables.

5. A este propósito dice san Agustín: No extraño que Pedro se rindiese a la tentación a que se había expuesto. Convidado, solicitado hasta tres veces por Jesucristo para orar con él a fin de pedir a Dios la gracia de serle fiel, este Apóstol presuntuoso no quiso nunca hacer nada. Al cabo entra en lucha con el enemigo, pelea, resiste, vacila un instante; pero la tentación es fuerte, y Pedro débil; por lo tanto queda vencido. ¿Cuál fue la causa de esta fatal y ruidosa caída? Es que Pedro, responde el santo Doctor, resistió a la gracia de la oración: el letargo de su espíritu prevaleció sobre las instancias de su divino Maestro. Si hubiese hecho un esfuerzo sobre sus sentidos entorpecidos, le hubiera sido fácil la oración, y en ella hubiera encontrado un remedio cierto contra la tentación que debía asaltarle. Pero porque dejó de orar, le venció la tentación, y el Príncipe de los Apóstoles fue perjuro y negó a su Maestro. Mas ¿a qué subir a tiempos tan remotos para buscar tristes pruebas de esta verdad? En el aciago siglo en que vivimos tenemos de continuo a la vista palpables y bien terribles ejemplares de ella. ¡Cuántas almas piadosas y santas vemos todos los días, que después de haber gustado por cierto tiempo las delicias del servicio de Dios, después de haber corrido con gozo el camino de sus santos mandamientos, se vuelven tan flojas, tan tibias, tan lánguidas, que se disgustan de la virtud, y la abandonan, se apartan de los Sacramentos y de todos los ejercicios piadosos, caen en el desorden, y se condenan por fin casi sin remordimientos ni reflexión! Justo Dios, ¡qué escándalo! No lo extrañéis, cristianos: fácil es descubrir su principio. El tedio, el abandono de la oración, ese es el funesto origen de todas sus desgracias, porque en los designios de Dios la oración debía fortificarlos, suministrarles armas y servirles de escudo para defenderse y rechazar los asaltos del demonio. Como no oran, no tienen ya, por decirlo así, nada en que puedan fundarse: se encuentran sin armas y sin defensa, y en cierto modo se han agotado para ellas todos los recursos de la gracia. Juzgad ahora si os debe admirar y sorprender su caída escandalosa. Almas justas, ¿qué inferís de todo esto sino la necesidad absoluta que tenéis de observar el precepto de Jesucristo, el cual os manda orar, y orar sin intermisión? Todavía digo mas y sostengo que si no oráis, no tendréis nunca realmente parte en la salud eterna; porque es una verdad constante que por justos y santos que seáis, no podéis salvaros sin ta perseverancia final. Ahora bien, considerando las cosas por las reglas comunes, la perseverancia final no está aparejada más que a la oración; y por consiguiente sin ella no puede haber salvación para vosotros según las reglas comunes. Sí, cristianos, ese gran don-, ese precioso e inestimable don de la perseverancia final, de que depende vuestra suerte eterna, solo se concede de ordinario a la oración humilde y fervorosa. Bien lo sabéis, cien veces han resonado bajo estas bóvedas sagradas estas palabras espantosas: Que la muerte en la justicia no está aparejada infaliblemente a la inocencia de la vida: que es un don meramente gratuito del soberano Arbitro de la eternidad: que no podemos comprarle ni merecerle por la santidad de nuestras buenas obras: que ni los ayunos, ni las lágrimas, ni las maceraciones, ni las limosnas, ni la inocencia de las costumbres, ni el apartamiento del pecado, ni la renuncia del mundo, nada, en una palabra, puede hacernos dignos de una gracia de tanto precio. Cien veces habéis oído esta verdad terrible y habéis debido sobresaltaros, y tal vez os habéis quejado a Dios en el extremo de vuestro terror. Sin embargo, tranquilizaos, no temáis, contened vuestras quejas: Dios misericordiosísimo no os ha faltado bajo este respecto; porque lo que no quiere que podáis merecer con todas vuestras buenas obras, quiere que lo podáis pedir y alcanzar por vuestras fervorosas oraciones. ¿No es dueño Dios de concedernos sus bienes bajo las condiciones que quiera? Pues ha querido que la oración fuese como la única y principal condición a que estuviera aparejada la perseverancia. Estando en vuestra mano el orar, ¿no lo está al mismo tiempo el asegurar la perseverancia y por ella la salud eterna? Pues ¿de qué os quejáis?

6. Pero me diréis: Si pido a Dios la perseverancia, ¿es cierto, es infalible que la conseguiré? Sí, cristianos, no lo dudéis; todo lo que pidiéreis al Padre en nombre de su Hijo, os será concedido. Jesucristo en esta promesa no exceptúa cosa alguna: Quodcumque petieritis Patrem in nomine meo, hoc faciam. Aquí teneis, pues, el Evangelio por fiador del buen despacho de vuestra oración. Pero si no hago oración, añadís, si no pido la perseverancia; ¿es cierto, es indudable que no la tendré? Oid a san Agustín que os responderá por mí. Es doctrina común y constante, dice el sabio Obispo de Hipona, que aunque Dios da ciertas gracias aun a los que no las piden, como la gracia del Bautismo a los niños, ut initium fidei; no obstante hay otras que ordinariamente no concede sino a los que se las piden: de este número es en especial la perseverancia final, ese sello de nuestra predestinación, esta última merced de un Dios benéfico, esta gracia de las gracias, en una palabra, este don infinitamente precioso que debe ponernos en posesión de los bienes eternos: Alia nonnisi orantibus praeparasse, sicut usque in finem perseverantiam. Nada más decisivo ni convincente. ¿Por qué razones mas poderosas puede uno persuadirse de la suma necesidad de la oración? ¿Y no basta esto para obligarnos a ejercitarla continuamente, pues es por decirlo así el único recurso que Dios nos deja para asegurarnos una eterna bienaventuranza?

7. Pero vamos a un motivo que me parece no menos a propósito para aficionarnos a la oración: hablo de su virtud y admirable eficacia. No hay cosa mas sorprendente a mi parecer que su infalible poder: tiene tal fuerza, que en cierto modo hace la palabra del hombre tan poderosa como la palabra de Dios, y aun mas: tan poderosa, porque así como el Criador habló una palabra y lo hizo todo: Dixit, et facta sunt; el hombre también no tiene mas que hablar y pedir, y todo le es concedido: Quodcumque volueritis petetis, et fiet vobis. Más poderosa que la palabra de Dios, si me atrevo a decirlo así, porque si Dios se hace obedecer es de las criaturas; más por la virtud de la oración él mismo obedece a la voz del hombre, según la expresión de la Escritura: Obediente Domino voci hominis.

8. ¿Quién no sabe que por la oración alcanzó Moisés las victorias mas gloriosas de los amalecitas: que mientras tenia levantadas las manos al cielo estaba la ventaja de parte del pueblo de Dios; y que este, aunque valiente, empezaba a flaquear luego que aquellas bajaba; de suerte que fue preciso que durante la batalla sostuviesen dos hombres a Moisés para que pudiese tener siempre levantadas las manos, y consiguiese Israel la victoria? ¿Quién no sabe que por la oración detuvo Josué al sol en mitad de su carrera, Elías hizo llover fuego del cielo, Manases alcanzó misericordia y fue repuesto en el trono, David fue perdonado de su delito, y a Ezequías se le alargó la vida? ¿Quién ignora que por la oración fue conservada Nínive, Judith libró a Bethulia, Esther salvó al pueblo de Dios, Salomón obtuvo la sabiduría, y Susana la declaración de su inocencia contra unos infames calumniadores?

9. No extrañemos en vista de esto que Daniel viviese entre los leones hambrientos: que Jonás se salvase en el vientre de la ballena: que los mozos de Babilonia no pereciesen en el horno encendido donde fueron arrojados. Mas si la oración tuvo tal virtud en otro tiempo, ¿qué no hará ahora que Jesucristo la ha consagrado, le ha aplicado los méritos de su sangre, une sus súplicas a las nuestras, y se sirve hacerse nuestro medianero y nuestro pontífice con su Padre para conjurarle que nos conceda cuanto le pedimos? Leed, leed el Evangelio, y veréis ciegos con vista, leprosos curados, cojos andando, muertos resucitados por la virtud de la oración. Si se rompen las cadenas de san Pedro; si se abren las puertas de su prisión; si recobra la libertad; si Pablo se convierte de perseguidor de la Iglesia en vaso de elección; si el Espíritu Santo baja sobre los Apóstoles congregados en el Cenáculo; ¿no se deben de atribuir a la oración todas estas maravillas y prodigios?

10. Hombres de poca fe, ¿qué teméis por vuestra salvación después de lo que acabáis de oír, si sois hombres de oración? ¿Hay un enemigo tan formidable de quien no podáis triunfar ventajosamente con el auxilio de la oración? Sé que el mundo os corrompe, las pasiones os tientan, el demonio os persigue, y aun el Señor se arma a veces contra vosotros para castigaros. Tales son los enemigos que os ejercitan en esta vida, y que son muy temibles; pero tranquilizaos, el Señor ha provisto al remedio de estas necesidades: orad, hermanos, e indefectiblemente venceréis. El mundo os corrompe: no encontráis en él mas que escollos, peligros y ocasiones de caer: los negocios os disipan, los objetos os seducen, los espectáculos os embelesan, las compañías os vician, los ejemplos y la costumbre os arrastran; en una palabra, los deleites, los honores, las riquezas, todo os hechiza, todo os pierde y os condena. Contra estos peligros inevitables del mundo ¿dónde encontraréis recursos y fuerzas bastantes para contrarrestarlos? En la oración. No ceséis de gemir y exhalar vuestros suspiros hacia el Señor: pedidle que sea vuestro amparo, vuestra fortaleza, vuestro muro de defensa. Si se levantaren contra mí ejércitos acampados, dice el Profeta, no temerá mi corazón, porque con la oración tengo al Señor de mi parte: Si consistant adversum me castra, non timebit cor meum.

11. Vuestras pasiones os tientan. ¡Ah! bien experimentáis que el espíritu está pronto; pero la carne es flaca. Unas veces os atormenta y corroe día y noche la negra envidia incitándoos a censurar y condenar las acciones mas santas del prójimo y a contrariar todos sus designios. Otras veces una sórdida afición a los bienes caducos y perecederos de esta vida os incita a atesorar y acumular, a coger con todas manos, a cometer mil injusticias, a ser insensible a vuestra salvación y duro para con los pobres. Otras os domina la impureza y os mantiene en una vergonzosa molicie. En medio de tantas miserias y entre tentaciones tan peligrosas y terribles ¿qué resolución tomar? Orad, hermanos, orad, y no tardarán en desvanecerse todas esas tentaciones: a la manera que las murallas de Jericó cayeron al sonido de las trompetas, así vuestras pasiones y vicios se amainarán en vuestros corazones por la virtud de la oración.

12. Los demonios os persiguen. ¿Quién podrá pintaros toda la rabia que los anima contra vosotros? Asaltos violentos, lazos peligrosos, imágenes torpes, artificios y sugestiones malignas, todo lo ponen por obra para perderos. ¡Qué armas no necesitáis para vencer a unos enemigos tan astutos y poderosos! No busquéis otras que las que presta la oración: esas son armas espirituales e invencibles, a las que no han podido resistir jamás todas las potestades de las tinieblas.

El cristiano sin la oración, dice el elocuente san Juan Crisóstomo, es como una ciudad desmantelada e indefensa, expuesta a todos los insultos del enemigo; pero si se arma y fortifica con la oración, no hay enemigo, por terrible que sea, a quien no pueda vencer y derrotar.

13. Mas ¿cómo no ha de triunfar del infierno el cristiano por la oración, cuando halla en ella virtud para triunfar de Dios mismo? El Señores un enemigo poderoso, terrible: apenas pecamos, se arma contra nosotros, nos persigue en todas partes, ya con el terror de los juicios que nos turban, ya con el peso de su brazo que nos aflige, ya privándonos de su gracia, sino nos aprovechamos de ella. Pues ¿qué asilo encontrará el pecador contra la tremenda ira de un Dios? La oración. Sí, Dios mio, de ella hemos de esperar la fortaleza para venceros a Vos mismo: implorando vuestra misericordia se evita vuestra ira: con las armas de la oración os arrancamos las de vuestra justicia: Ut evadas Deum, fuge ad Deum. Así suspendió Moisés la ira del Señor que iba a descargar sobre su pueblo. Dios quería destruir a los hijos de Israel porque habían adorado el becerro de oro. Moisés intercede por ellos, y dice al Señor: ¿Porqué se enciende vuestra ira contra vuestro pueblo, a quien habéis sacado de Egipto por la virtud y el poder de vuestra mano? No deis lugar a que digan los egipcios: Los sacó mañosamente de aquí para matarlos en los montes y borrarlos de la haz de la tierra. Déjame, Moisés, le respondió el Señor: Dimitte me: no me pidas por ese pueblo; no levantes tu voz ni dirijas tus súplicas por él, ni me resistas: quiero perderlos a toda costa. Me han insultado atrozmente, y no puedo concederles el perdón que me pides por ellos. Dimitte me ut irascatur furor meus contra eos: deja que ostente mi justicia: tiempo es ya de vengarme de un atentado tan abominable. Pero ¿qué significan esas palabras? pregunta san Agustín. ¿Por qué decís: Déjame? ¿Quién os impide ni puede impediros que manifestéis vuestra ira? ¿quién puede ataros las manos? ¿quién puede resistir a vuestra voluntad? Pues ¿de qué proviene que decís a Moisés: Déjame? ¡Ah ! responde el santo Doctor, porque no hay cosa que contenga y aplaque tan eficazmente la ira de Dios como la oración. ¡Qué espectáculo ver a un Moisés que con la oración ata, por decirlo así, las manos del Todopoderoso, contiene la ira divina pronta a descargar sobre su pueblo, y le obliga a dar el glorioso testimonio de que la oración le quita la libertad de obrar y de vengarse! Dimitte me ut irascatur furor meus. Pero ¿qué espectáculo mas grandioso ni de más consuelo que el ver todos los días como las lágrimas de un pecador que ora triunfan de Dios, desarman su ira, y abren los tesoros de la gracia como contra la voluntad del autor de ella,yendo los suspiros de la criatura a hacer violencia al Criador? Tal es la virtud, la eficacia omnipotente de la oración. No lo extrañéis, oyentes, porque estriba en la bondad, en la fidelidad y en el poder de Dios, y en la virtud de los méritos de Jesucristo. Pues así como es imposible que Dios carezca de bondad, de poder y fidelidad para con nosotros; tan imposible es, como dice Tertuliano, que la oración después de triunfar del mundo, de la carne y del demonio, no triunfe también del mismo Dios.

14. Pero si tan necesaria y poderosa es la oración, demos gracias a la divina Providencia por haberla hecho además tan fácil. En efecto, ¿que se os pide para que vuestras oraciones y súplicas sean oídas? ¿Acaso que estéis sanos y robustos, que seáis ricos, felices y poderosos, que tengáis talento y ciencia, y que os halléis condecorados con empleos y dignidades? No, porque muchas veces son mas bien verdaderos obstáculos al espíritu de oración que condiciones necesarias para orar. Para que sean satisfechos vuestros deseos no se os piden penosos afanes, largos y peligrosos viajes, copiosas limosnas, ayunos, mortificaciones y austeridades extraordinarias: quizá os excusaríais con vuestra escasa salud, y no sabríamos qué replicar. Pues ¿qué se necesita para orar? Nada mas que una alma y un corazón: una alma que se consagre a Dios, se levante basta él y le adore, que confiese humildemente sus necesidades, sus miserias, sus flaquezas; un corazón que se franquee, que clame, que suspire, que pida la curación de sus males al único que puede curarlos. Si me dais un cristiano que no tenga alma, ni corazón, ni entendimiento, diré que lees difícil y aun imposible el orar. Pero lo que facilita todavía mas la oración es que puede hacerse en todo tiempo y lugar, en todas las circunstancias de la vida. Moisés oraba a la cabeza de un fuerte ejército; Samuel oraba asiduamente en el templo sin que le oyese nadie, porque en suma Dios no necesita que le demos voces, ni que inclinemos el cuerpo, ni que extendamos las manos, y solo reclama el afecto del corazón y la rectitud de las intenciones. Esther oraba sentada en el solio y rodeada de todos sus vasallos; Daniel en el lago de los leones; Ezequías atormentado de enfermedad en su lecho; san Pablo en la cárcel y entre grillos y cadenas; san José en su pobre taller, y san Isidro en medio de las faenas del campo. Así podéis vosotros hacer oración. En cualquier estado, condicionó circunstancia de la vida en que os halléis, no hay impedimento para entregaros a este santo ejercicio: Non impediris orare. Pero ¡cuánto no le facilita el Señor por el favorable acceso que os da a la presencia de su infinita bondad! Dice san Juan Crisóstomo: Ved cuánto trabajo cuesta entrar no solo en la cámara de un monarca, sino en la de un grande, no solo para alcanzar alguna gracia, sino para pedirla no mas. ¡Cómo hay que buscar la ocasión oportuna para ser recibido en audiencia! ¡cómo hay que atravesar entre filas de soldados y domésticos hasta llegar al trono! ¡Cuántos introductores y valedores poderosos hay que buscar, no ya para que nos despache favorablemente, sino para que nos oiga! Y a veces ¡cuántas repulsas, humillaciones y desprecios hay que sufrir, por mas que se cuide de merecer su afecto y estimación! Pero no sucede así con Dios cuando le imploramos. No hay necesidad de buscarle lejos de nosotros; porque siempre le tenemos dentro, y ha hecho un templo de nuestro corazón, donde quiere que le presentemos nuestras ofrendas y sacrificios: no hay que esperar día ni hora cómoda para acercarse a él y hablarle; porque siempre está pronto para recibirnos y oírnos. Aunque podamos y debamos muchas veces buscar medianeros que aplaquen su justicia y nos atraigan sus beneficios, nos permite no obstante recurrirá su Majestad y pedirle por nosotros el remedio de todas las necesidades, sin temor de importunarle ni molestarle. Nuestro Dios, a diferencia de los grandes del mundo, a quienes importunamos a medida que les pedimos, como es infinitamente rico y liberal, derrama sus tesoros sobre nosotros con tanta mas profusión, cuanto mas asiduos somos en pedírselos. Digo mas, él nos insta, nos convida a que le pidamos, y aun se queja amargamente de que no le pedimos sin cesar: Usque modo non petistis quidquam. Pero ¿nos exige prolijas oraciones, meditaciones profundas, discursos sublimes? No, porque tal vez no somos capaces de ello; sino se contenta con un movimiento del corazón, con una invocación secreta de sus auxilios, con un grito amoroso que pida misericordia, con una humilde manifestación de nuestra miseria. Muchas veces hasta previene nuestros deseos y pensamientos, porque el Dios del cielo no es como los grandes de la tierra, que no suelen dar sino después de mil repulsas y para premiar grandes y dilatados servicios. El Señor solo quiere para enriquecernos con sus dones que estemos dispuestos a recibirlos.

15. Sucede a veces por un error muy común que se hace consistir la oración en pronunciar algunas palabras, meditar algunos misterios, o leer algunos libros. Se puede orar sin leer, ni meditar, ni rezar. La oración no está tampoco aparejada ni a la sensibilidad de la imaginación, ni a la fidelidad de la memoria, ni a la actitud del cuerpo, ni a un lugar particular, ni a ningún auxilio humano. Consiste, dicen san Agustín y san Juan Damasceno, en la elevación de un alma que busca a Dios, de un alma que conociendo sus necesidades empieza a pedir el remedio de ellas. Esta es la verdadera idea que dan de la oración los santos Padres. Y ¿qué cosa mas fácil que levantar el alma a Dios, exponerle sus necesidades y pedirle su misericordia y su gracia?

16. Quede, pues, sentado como cosa incontestable que la oración es necesaria, pues sin ella no podemos convertirnos, ni perseverar en la gracia de nuestra conversión: que es eficaz, pues por ella alcanzamos infaliblemente de Dios todo lo que le pedimos; en fin que es muy fácil, pues a todos nos es permitido recurrir a Dios en todos los tiempos de la vida sin temor de repulsa. De donde se sigue, cristianos, que de aquí adelante debe de ser la oración vuestra ocupación más esencial, y que el colmo de la desgracia es no orar.

17. Los primeros cristianos estaban tan persuadidos de la necesidad de la oración, que gastaban la mayor parte del tiempo en tan santo ejercicio. Su piedad no se contentaba con orar regularmente en diferentes horas del día, sino que interrumpían el descanso dela noche para adorar al Señor y cantarle salmos. Ita saturantur, dice Tertuliano, ut meminerint etiam per noctem adorandum sibi Deum esse. Así ¡qué piedad! qué fervor reinaba entre los fieles en aquellos dichosos tiempos! Pero ¡cómo han variado estos! Los cristianos de nuestros días no oran casi nunca, o muy rara vez; y esa es la fuente de donde manan tantos desórdenes que lloramos de continuo. En efecto, no hay en el día un ejercicio mas descuidado que el de la oración: lejos de ser la ocupación capital de los cristianos, apenas se dignan estos de consagrar algunos instantes al principio y al fin del día, y estos son los mas breves y los mas fastidiosos. Apenas se consagra media hora un día de la semana para oír misa, que sin contradicción es la oración mas excelente y eficaz de todas; y aun así (¡qué escándalo!) hay fieles que se quejan de que es larga la misa. Otros muchos tienen a vanagloria no hacer jamás oración, dejando este santo ejercicio para los claustros y los religiosos, los cuales (dicen ellos) no tienen que hacer mas que orar: miran la oración como un pasatiempo o una ocupación poco conveniente a su estado, huyen de ella como de un suplicio, y la censuran en los demás como una flaqueza de espíritu o una indigna ociosidad. Tales suelen ser esos desdichados padres, esos hombres impíos y sin religión, que no contentos con no arrodillarse jamás para orar disuaden a su mujer, a sus hijos y a sus criados con insolentes chanzonetas o maltratamientos, cuando únicamente al mérito y fervor de esas oraciones, de que hacen tan poco caso, deben tal vez la vida y todo cuanto son; porque si no hubiera en su familia o en su pueblo alguna alma santa que se interesase por ellos y contuviese la ira del Señor, mucho há que el cielo los hubiera exterminado con sus rayos para castigar las impiedades escandalosas de tales monstruos.

18. Hermanos, decía san Pedro Crisólogo instruyendo a los fieles, el santo profeta Daniel quiso más exponerse a ser devorado por los leones que interrumpir la costumbre de orar, no solo todos los días, sino tres veces al día postrado contra el suelo y con la cara vuelta hacia el templo. Pues ¿cómo a vista de tal ejemplo nosotros que nos levantamos todos los días tan inciertos de nuestro eterno destino, y nos vemos agobiados de tantos pecados que merecen sentencia de muerte, expuestos a tantos peligros, cercados de tantos enemigos, sujetos a tan funestos accidentes, dejamos de entrar mañana y tarde en la iglesia para implorar la protección y auxilio del Dios omnipotente que habita en ella?

19. Pero decidme, ¿cuál puede ser el principio de esa oposición que tenéis a la oración? ¿Os atreveréis a decir que no necesitáis ni carecéis de nada? Aun cuando lo dijerais, os desmentiría vuestra propia experiencia. ¿Diréis que sois incapaces de orar, y que no sabéis qué es oración? Pero vosotros que con tanta elocuencia manifestáis cada día vuestras necesidades espirituales o temporales a los hombres, ¿por qué no las exponéis del mismo modo a Dios para moverle a que os proteja y ampare? ¿Seréis tan impíos que digáis que sin necesidad de vuestras oraciones sabe Dios lo que necesitáis, y que él proveerá el oportuno remedio sin que se lo pidáis? Pero aunque las sepa y las conozca, no las remediará, porque quiere que le mováis y determinéis con vuestras oraciones. ¿Os disculparéis con las muchas ocupaciones que os abruman, con los empleos y cargos que ejercéis, con vuestras tareas y afanes tumultuosos y disipados, que tan contrarios son a la atención y recogimiento de la oración? Pero lejos de dispensaros de ella la multitud y embarazo de los negocios, ¿no estáis obligados, a proporción que son más difíciles o vastas vuestras obligaciones, a orar más para alcanzar mayores auxilios del cielo? Esas ocupaciones, esos negocios, ¿no os dejan espacio para el juego, para las diversiones, para las visitas ociosas u ocasionadas? ¡Cuánto tiempo os quedaría para la oración si ahorrarais todo el que gastáis en frivolidades y vanos pasatiempos! Pero supongo que estéis tan ocupados, que os sea imposible consagrar otros instantes a la oración que los primeros y últimos del día: ¿no podríais fácilmente empezar y concluir esas diferentes ocupaciones con una breve oración? ¿No os seria fácil sin interrumpirlas santificarlas levantando el alma a Dios, dirigiéndole vuestros gemidos secretos, haciendo algún acto de amor, de ofrecimiento, de reconocimiento, de unión a Jesucristo, de deseo de agradarle y de pesar de haberle ofendido? Estas santas prácticas os costarían menos tiempo que el que gasto yo en proponerlo, y con tal que procediesen de un corazón encendido en celo y amor, suplirían perfectamente otras oraciones mas prolijas que no está en vuestra mano hacer. Pues ¿por qué las omitís de esa suerte pasando los días y las semanas enteras sin acordaros de Dios, sin excitaren vosotros ningún movimiento de devoción, ningún deseo de orar? Por último, puede que aleguéis que tenéis cuidado de encargar todos los días a personas virtuosas que pidan a Dios por vosotros, y que podéis con confianza descansar en sus oraciones. Pero ¡qué engañados vivís! ¿De qué sirve que algunos siervos fieles de Jesucristo le digan todos los días: Señor, convertid esa alma pecadora redimida con vuestra sangre; si vosotros le decís todo lo contrario con vuestra conducta criminal? No os ceguéis, hermanos míos: poned manos a la obra, pues estáis más interesados que nadie en el negocio de vuestra salvación; pedid a Dios la gracia de trabajar en él; trabajad en efecto, y a este precio confiad mucho en las oraciones de los que interceden por vosotros: de lo contrario debéis de temer sobremanera.

Destruidas así todas vuestras frívolas objeciones, solo me resta sacar la consecuencia de que nada en el mundo os puede dispensar del santo ejercicio de la oración, y que es preciso orar, y orar sin intermisión; pero sobre todo orar en la forma debida. Así procuraré mostrároslo en el

Punto segundo.
20. Es extraño que siendo la oración tan eficaz y poderosa delante de Dios, como ya he manifestado, no obstante se muestre el Señor tan poco propicio a nuestras súplicas y plegarias. Le pedimos, y no nos escucha; le imploramos, y no nos oye. ¿Cuál puede ser la causa de la inutilidad de nuestras oraciones y del poco fruto que sacamos? Oigamos a san Agustín. Si queréis saber, dice, por qué no conseguís casi nunca nada con vuestras peticiones, es porque pedís siendo malos: mali petitis; porque pedís cosas malas: mala petitis; porque pedís mal: male petitis. Tales son los defectos que hacen ineficaz vuestra oración; defectos que quiero descubriros y reprenderos para enseñaros así el arte divino de orar bien.

21. En primer lugar, oráis en estado de pecado mortal, yeso impide que sean bien despachadas por Dios vuestras oraciones. Tened cuenta, cristianos, que no digo que no deba uno orar cuando es pecador; al contrario, afirmo que un pecador debe redoblar sus oraciones hasta que alcance por fin la gracia de su conversión. Tampoco digo que solo las oraciones de los justos pueden ser eficaces y agradables a Dios, y que son desechadas siempre las de los pecadores: lejos de sentar unas proposiciones tan detestables y desesperadas, muchas veces preferiría la oración de ciertos pecadores a la de muchos justos, porque suelen ser mas humildes y fervorosas. No quiera Dios tampoco que os diga que las oraciones y demás buenas obras hechas en pecado mortal son criminales, y que lejos de aplacar la ira de Dios no sirven sino de irritarle mas: sé que estos son unos errores horribles condenados por la Iglesia en los novadores de estos tiempos, y que yo me glorio de anatematizar con toda la Iglesia. Pero sí digo y afirmo que para ser oídos propiciamente en nuestras oraciones es menester o hallarnos en estado de gracia, o tener un deseo sincero de recuperarla; y que por consiguiente un pecador que no siente en sí ningún deseo de su conversión, que conserva hábitos pecaminosos cuya enmienda dilata de día en día, que persevera y quiere perseverar siempre en sus desórdenes, que lejos de procurar volver a Dios por la penitencia se aleja cada vez mas de él endureciéndose en el pecado, no es capaz de orar con fruto, porque el mismo Jesucristo dijo: Deus peccatores non audit. Esta indigna y criminal disposición es un obstáculo esencial a la eficacia de la oración, y en eso fundo mi proposición cuando digo que los pecadores no reciben lo que piden, porque lo piden en mal estado. En efecto, como dice un profeta, sus pasiones, sus deseos desordenados, sus costumbres pecaminosas, todos los pecados, en fin, que no quieren abandonar, forman una densa nube e impiden que pase la oración: Opposuisti nubem tibi, ne transeat oratios. ¿Cómo quieren que el Señor los mire con ojos de compasiva misericordia y se apresure a socorrerlos cuando le imploran, si con sus repetidos pecados se esfuerzan a concitar mas la ira y la venganza divina? ¿Cómo pueden esperar enternecer a Dios con la oración, cuando su corazón está endurecido en el pecado, ni aplacar la justicia divina, cuando ellos son inflexibles a la gracia? ¿Cómo se atreven a pedirle mercedes y beneficios, cuando no merecen mas que anatemas y suplicios? ¿Cómo se atreven a pedir a Dios gracias, al mismo tiempo que se preparan por sus pecados los tormentos eternos ? Osan tomar en la oración cotidiana el dictado de hijos suyos, cuando quieren llevar aun el de enemigos: osan llamarle Padre, cuando abrigan en su corazón el abominable proyecto de ser sus parricidas: osan decirle que sea santificado su nombre, cuando le profanan continuamente por medio de execrables blasfemias: osan pedirle que venga su reino, cuando le dicen por una rebelión espantosa: Nolumus hunc regnare super nos: no queremos que nos domine este Rey, y no reconocemos otro imperio que el de las pasiones: osan decirle que se haga su voluntad, cuando no quieren hacer nada de lo que él desea, y desprecian los preceptos y consejos divinos por seguir sus inclinaciones desordenadas: osan pedir al Padre celestial el pan de la Eucaristía como el pan de cada día, cuando se necesitan todas las amenazas y rayos de la Iglesia para obligarlos a recibirle una vez al año. Le piden que los perdone como ellos perdonan a sus deudores, siendo así que lejos de perdonarlos no respiran mas que odio y venganza. Concluid, desventurados, y decid para vuestra condenación que no queréis os perdone Dios, y que os importa poco incurrir en su eterna desgracia. Vuestra razón y vuestra fe se horrorizan de esta conclusión; pero vuestros odios y enemistades os conducen necesariamente a ella. En fin, piden a Dios que los libre de la tentación, y sin embargo buscan todas las ocasiones que los incitan al pecado. ¡Ah! pecadores, ¿cómo no os avergonzáis de una contradicción tan monstruosa entre vuestras palabras y vuestras obras, entre vuestras peticiones y deseos, entre vuestra oración y vuestra conducta? Poneos de acuerdo con vosotros mismos: o dejad de hacer la oración que nos enseña la Iglesia, o poneos cuanto antes en el estado que se debe para conseguir lo que pedís; sino, es evidente que cada vez que oráis dais justo motivo para vuestra condenación, y lejos de merecer las gracias y mercedes del cielo os granjeáis sus anatemas.

22. Digo en segundo lugar, que no pedís lo que se debe; otro defecto esencial que empece igualmente todo el fruto que podríais sacar de la oración. En efecto, cristianos, ¿cuál pensáis que debía ser el objeto de vuestras oraciones y en el que debieran terminarse todas ellas? Sin duda no deberíais pedir a Dios mas que cosas santas y dignas de él, la santificación de su nombre, la venida de su reino, el cumplimiento de su voluntad, según prescribe Jesucristo. Deberíais pedir el vencimiento de las pasiones, la pureza de las costumbres, la buena conciencia, la humildad, la fe, el amor del prójimo, el desprecio del mundo y sobre todo una buena muerte, en una palabra, todo cuanto sirve para santificar y salvar eternamente el alma. Pero ¡cuán distantes estáis de estas santas disposiciones! En vez de pedir a Dios cosas necesarias o provechosas a vuestra salvación, se las pedís todos los días perjudiciales o inútiles. Sí, cristianos, todos los días pedís a Dios cosas perjudiciales a vuestra salvación: así no os admiréis del poco fruto y del poco valor de vuestra oración. Bien sé que no seréis tan impíos que digáis a Dios: Señor, concededme el cumplimiento de todos mis deseos mas sensuales y el buen éxito de mis empresas mas criminales: confieso que sabéis cohonestar mejor vuestras peticiones y expresarlas en términos menos odiosos. Pero si vosotros os engañáis, no engañáis a Dios, que os oye y penetra vuestras mas ocultas intenciones. Dios, que es tan santo y equitativo, ¿ha de ser el fautor de vuestros vicios y el cómplice de vuestros delitos? ¿Ha prometido jamás favorecer vuestros desórdenes e injusticias? Horroriza pensarlo: sin embargo en este concepto obráis y tratáis con él cuando le pedís tales cosas. ¡Felices vosotros si el Señor por vuestra salvación se hace inflexible a peticiones de esta naturaleza! Porque ¿en dónde estaríais si Dios accediera a vuestros antojos, y cuando le pedís lo que halaga las pasiones, os lo otorgara? ¿No seria ese el juicio mas riguroso y la mas terrible venganza que podía ejercer jamás con vosotros? Ved cuál fue el fatal resultado de la petición de los hebreos en el desierto: Todos los días caía un delicioso maná del cielo para que se alimentasen; pero al fin se hastían de un alimento tan ligero y agradable, y piden a Dios manjares mas sustanciosos. Su petición es oída, y Dios les envía bandadas de pájaros que vienen a caer en sus manos; pero mientras gustan con satisfacción lo que tanto habían deseado, aquellos manjares se vuelven veneno para ellos, y hace la muerte tan horribles estragos, que en poco tiempo quedan cubiertos de cadáveres aquellos desiertos. Así sucede poco mas o menos todos los días a aquellos mundanos a quienes oye Dios según los deseos insensatos de su corazón. Piden (valiéndome de las palabras de Jesucristo) o a lo menos creen pedir a Dios pan, un huevo o un pez, y no ven que piden una piedra, un escorpión, una serpiente, y que muchas veces se lo concede Dios en el exceso de su ira. De ahí proviene este dicho admirable de san Agustín: Que a veces las dádivas de Dios son señales de su ira: Aliquando iratus dat; y otras negándonos lo que le pedimos muestra sernos propicio : Aliquando propitius negat. lejos, pues, de quejaros de la repulsa de vuestras peticiones como hacéis, debierais por el contrario darle mil gracias porque no os ha oído.

13. Pero ya que no pidáis siempre cosas perjudiciales, a lo menos las pedís a veces inútiles: tales son los bienes meramente temporales que se piden sin ninguna relación a la salvación. Bien sé que los bienes temporales son dones de Dios; por tanto no trato de condenar a los que los piden. David pidió el fin de las persecuciones que sufría. Marta y Magdalena pidieron por la convalecencia de su hermano: la madre de los hijos del Zebedeo pidió honores para ellos: María, la más santa de todas las criaturas, pidió un milagro a su Hijo Jesucristo para una necesidad temporal. No desapruebo, pues, a los que piden a Dios los bienes de esta vida, consuelos pasajeros, la salud, el buen éxito de un pleito, la prosperidad de un amigo, un viaje feliz, una abundante cosecha, el lucro de un negocio, un casamiento proporcionado, una colocación ventajosa, los bienes llamados de fortuna, la dicha y el sosiego. Pero sí digo que el pedir absolutamente a Dios todas estas gracias temporales con preferencia a la salvación y sin ningún fin de esta, es pedirle cosas inútiles y darle derecho para que deseche nuestras peticiones. El Dios a quien adoramos, dice san Basilio, es un rey de ilimitado poderío, que posee en sí un capital inagotable de riquezas. Su mayor satisfacción es hacernos partícipes de estos bienes. Se precia de ser liberal y magnífico en sus dones, y como es grande en sí quiere parecerlo en todo lo que hace, grande en los bienes que derrama sobre sus siervos, grande en los castigos que impone a sus enemigos. Juzgad por aquí cuánto deben desagradarle unas peticiones cuyo objeto son cosas viles en su estimación, y de que no hace caso. Si queréis, pues, ser oídos, no le pidáis más que cosas grandes: el recurrir a él para aquellas que da indistintamente a sus amigos y a sus enemigos sin aguardar a que se las pidan, es deshonrarle. Mas digámoslo llenos de confusión: nosotros, poco sensibles a los bienes espirituales de nuestras almas, y poco deseosos de la salvación eterna, buscamos únicamente y con preferencia a todo los bienes temporales como los paganos. En efecto, ¿quién ha recurrido nunca a Dios para ser mas moderado en sus pasiones, mas ordenado en su conducta, más casto, más humilde, más virtuoso? ¡ Ah! cristianos, si visitáis los sepulcros de los Mártires y acudís a la oración pública, es por curaros de una enfermedad, y no por libraros de una tentación. Si invocáis los Santos e imploráis continuamente su asistencia y protección, es por ganar un pleito, por tener buen viaje, por recobrar una cosa perdida, por ser más rico y afortunado, y no por recuperar la gracia de Dios, ni por salir bien del importante negocio de vuestra salvación. Dice Salviano: Cuando nos vemos afligidos de calamidades públicas o amenazados de hambre o de contagio, cuando hay una gran mortandad entre nosotros, corremos de tropel al templo de Dios vivo: procesiones, bendiciones, sacrificios, peregrinaciones, oraciones de la Iglesia, suspiros, lágrimas y gemidos, todo lo empleamos para mover y aplacar a Dios. Pero si se trata de una vida licenciosa que deshonra al Cristianismo y aflige a la Iglesia; si se trata de evitar un juicio irrevocable, una pena eterna, un infierno de que estamos amenazados; ¡ay! vivimos en paz, en la más espantosa indiferencia y sin ningún cuidado ni congoja. ¿Qué extraño es que Dios no nos oiga muchas veces? Para que nos oyese deberíamos pedirle algo que fuera digno de él; más todos los bienes terrenos y toda la felicidad temporal que le pedimos con preferencia a la salvación y aparte de ella, no son nada delante de Dios. Decía Jesucristo a sus discípulos: Hasta ahora no me habéis pedido nada; aunque ya le habían pedido la multiplicación de los panes y los primeros puestos en su reino que ellos creían ser temporal, para enseñarnos de este modo, dice san Agustín, que todos los bienes y ventajas humanas no merecen ninguna estimación, y que el pedirlos a Dios es no pedirle nada. Repito, pues, que no es extraño que nos niegue casi siempre lo que le pedimos. Si queréis, cristianos, hacer de aquí adelante eficaces vuestras peticiones, seguid la regla prescrita por el mismo Jesucristo: Buscad primero el reino de Dios y su justicia, y todo lo demás se os dará de añadidura. Pero no pidáis jamás absolutamente y sin restricción los bienes temporales, y sobre todo no los pidáis con demasiado empeño y anhelo,sino con una total indiferencia y con plena sumisión a la voluntad divina: la salvación sola es la que se ha de pedir de esta suerte. Pidámoslos con condición, es decir, en cuanto pueden contribuir a la gloria de Dios y a nuestra salvación , o mas bien contentaos con exponer al Dios de bondad vuestras necesidades, y dejadle el cuidado de todo lo demás; que él sabrá proveeros de todo lo necesario. Ved ahí precisamente a lo que debéis limitaros en vuestras oraciones; porque si pedís otra cosa, o lo pedís de otra manera, merecéis sin duda que os responda el Hijo de Dios lo que a los hijos del Zebedeo: Nescitis quid petatis: no sabéis lo que pedís.

24. Últimamente, no podéis ser oidos, porque no pedís como es debido. El apóstol Santiago nos enseña esta verdad. Hermanos, dice el Santo, vosotros pedís y no recibís, porque pedís mal: Petitis el non accipitis, eo quod male petatis. En efecto, para orar bien (retened esto en la memoria, porque se trata de enseñaros la ciencia más excelente, se trata de manifestaros el buen uso del medio mas eficaz de salvación), para orar bien y como es debido, ha de ir fundada únicamente la oración en el nombre, la invocación y los méritos de Jesucristo: ha de hacerse esta oración, no con los labios y la boca solamente, sino con el espíritu y el corazón, es decir, con espíritu atento y corazón afectuoso. Esto es lo que yo llamo con santo Tomás el alma de la oración; sin eso no puede ella subsistir, como ni tampoco subsiste el cuerpo sin el espíritu que le anima y vivifica. Sin embargo no hay un defecto mas común que esta falta de atención en la oración. Apenas empezáis a uniros a Dios en ella, os separan mil distracciones voluntarias, mil pensamientos vanos, mil deseos profanos. Es verdad que acostumbráis permanecer arrodillados mucho tiempo al pié de los altares, ya para oír misa, ya para rezar vuestras devociones; pero vuestro espíritu ¿no está mas bien entonces en el teatro, en el paseo, en las concurrencias mundanas, y no en el lugar sagrado donde oráis? Todos los días hacéis con regularidad oración en vuestra casa; pero mientras os ofrecéis a Dios con la lengua, el corazón está ocupado tal vez en los negocios del comercio, en los contratos, en las usuras, en una persona amada, en un quebranto sufrido, en los cuidados y atenciones domésticas: ese corazón desgraciado lleva siempre a otra parte el tributo de sus afectos y de su amor. Pueblo insensato, exclama el Señor por su profeta, tú me honras con los labios; pero tu corazón está lejos de mí: Populus hic labiis me honorat.

25. Para orar como se debe es preciso hacerlo con viva confianza, porque una de las condiciones más esenciales para ser oído es creer firmemente que lo seremos: Credite quia accipietis, et evenient vobis. Mas ¡cuántos de vosotros lejos de estar animados de una viva y firme confianza en Dios al pedirle se dejan llevar por el contrario dela desconfianza, de la incredulidad, de la turbación, de vanas congojas, muchas veces de una oculta desesperación! Recurrís a Dios; pero en el último apuro y cuando os falta todo lo demás. Creéis a un hombre inconstante y falaz en virtud de su palabra, y no creéis a un Dios que es la verdad, la bondad, el poder, la sabiduría misma, un Dios que se ha obligado por el juramento mas solemne a oírnos siempre que le imploremos. Y una desconfianza tan culpable, una incredulidad tan señalada ¿no merece, como dice san Ambrosio, que Dios abrevie su brazo, y no nos socorra?

26. Para orar como es debido se ha de hacer con los sentimientos de la más profunda humildad. Sin embargo ¡cuántos traen a la oración un espíritu de presunción y de soberbia! porque sin hablar del lujo escandaloso coa que os presentáis en la casa de la oración que es la casa del Señor, del aire de grandeza y presunción que os acompaña aun en el acto de orar, de esa indevocion, ese tedio, esa afeminación, esas posturas descuidadas o irreverentes, esa inmodestia que afectáis hasta en la oración; sin hablar, repito, de todos estos escándalos que hacen tan abominable delante de Dios vuestra oración, ¿cómo pedís gracias y mercedes al Señor? No como gracias, sino como deudas, dispuestos a hincharos y ensoberbeceros si os las concede, y a murmurar y quejaros si os las niega, como si Dios debiera hacer caso de vuestras peticiones, distinguiros y guardaros miramientos. Polvo y ceniza, gusano de la tierra, pecador orgulloso, pobre y miserable, mi! veces indigno de ser oído, ¿cómo eres osado de presentarte ante el trono del Dios de toda majestad? ¿cómo eres osado de pedirle con tanta presunción e insolencia, cuando Jesucristo, Hijo de Dios e igual en todo a su Padre, le pedía durante su vida mortal de rodillas, postrado en tierra, vertiendo torrentes de lágrimas y exhalando gemidos lastimeros? Pecador presuntuoso, soberbio fariseo, ¿qué extraño es que Dios se te muestre sordo y se te resista? ¿cómo te ha de oír a expensas de su gloria? ¿Seria justo que derramase indistintamente sus bienes sobre los soberbios y los humildes? Por lo común Dios apareja solamente sus gracias a una oración perseverante, ya quiera darnos a conocer así el precio de ellas y hacérnoslas desear más ardientemente, ya se deleite en vernos recurrir a él con fervor y perseverancia, ya en fin quiera probar de este modo nuestra paciencia y ejercitar nuestra virtud; porque este Dios de bondad no siempre se muestra propicio desde luego a nuestras peticiones, y muchas veces consiente que gimamos largo tiempo en nuestras necesidades. Así procedió el divino Salvador con la Cananea que se fue a echar a sus pies pidiéndole la curación de su hija. Primero se niega a oiría, y no le responde siquiera una palabra: aun mas, la rechaza con desprecio como una extranjera indigna de sus gracias; y como si esto no bastara, le dice que el pan de los hijos no se ha de echar a los perros. Mas ella no cesa por eso de pedir, de solicitar y de instar. La resistencia de Jesucristo aumentó la perseverancia de la Cananea, y esta perseverancia triunfó de la resistencia del Señor, y fue coronada de un milagro. ¡Ah! cristianos, ¡cuan raro es hoy ver esta clase de milagros! Y no es extraño: apenas empezamos a orar, llevados de un espíritu inconstante y frívolo interrumpimos, abandonamos este santo ejercicio por cualquier objeto exterior que se presenta. Lejos de sufrir, como dice el Sabio, la lentitud de este Dios benéfico y esperar con paciencia el efecto de nuestras peticiones, queremos desde luego ser oídos, y si no recibimos inmediatamente lo que pedimos, al punto dejamos de orar. Esta constante asiduidad de la oración nos fatiga, nos molesta, nos causa mil disgustos y tedios. La menor dilación, la menor sequedad, la menor privación de los consuelos sensibles nos arredra y nos desanima, y a veces hasta nos irrita. Los Santos a quien veneramos pidieron ciertas gracias veinte y treinta años seguidos sin poder alcanzarlas hasta el fin de su vida, y nosotros con habernos presentado una o dos veces a la puerta del gran Padre de familia quisiéramos haber sido despachados y no tener que manifestarle que somos pobres y esperamos su auxilio. En una palabra, siempre que oramos, intimamos por decirlo así a Jesucristo con su palabra, y no pensamos jamás que si lo prometió todo a la oración, no concede nada más que a la perseverancia; de suerte que suele suceder que estando a punto de ver satisfechos nuestros deseos y oídas nuestras súplicas, perdemos todo el mérito y todo el provecho por no haber continuado el ejercicio de la oración.

27. Para concluir saquemos la consecuencia de este discurso: es preciso orar, y orar bien. Orad, pues, amados oyentes; no hay cosa más importante para vosotros. Si sois pecadores, por la oración alcanzaréis vuestra conversión: si sois justos, por la oración conseguiréis la inestimable gracia de la perseverancia: si no sois ni uno ni otro por estado, sino a las veces justos, a las veces pecadores, como son tantos cristianos flojos e imperfectos, por la oración alcanzaréis infaliblemente gracias y auxilios particulares para observar mas estrictamente vuestros deberes y manteneros en ellos. Lo vuelvo a repetir, basta pedir para alcanzar. Si sois tentados, con la oración triunfaréis de las tentaciones: si sois flacos, la oración será vuestra fortaleza: si estáis enfermos, la oración será vuestra salud: si sois perseguidos, la oración será vuestro amparo: si vuestra alma está sedienta, la oración será una fuente de agua viva que apague enteramente vuestra sed. ¡Qué dicha, qué contento hallar en nuestro Dios por medio de la oración un protector omnipotente que nos defienda de nuestros enemigos, un rico bienhechor que nos colme de bienes, un padre que escuche nuestras súplicas, un médico que cure nuestros males, un juez que se interese por nosotros, un maestro que nos instruya! ¡qué dicha y qué contento hallaren este santo ejercicio una gracia de unción, la única que puede mitigar todas nuestras penas, una mano querida que enjuga nuestras lágrimas, una luz secreta que alumbra nuestros pasos, un remedio y un recurso en todos nuestros males y necesidades! Orad, cristianos; pero orad con constancia, día y noche, mañana y tarde, en la iglesia, en el campo y en el interior de vuestras casas. Vivís en medio de tantos y tan continuos peligros, en una noche tan oscura, en la pendiente de un precipicio tan terrible, perseguidos por tantos enemigos mortales, entregados a tan funestas pasiones, que es extraño ceséis un solo instante de recurrir a Dios para pedirle su protección y amparo. Orad a menudo; pero orad en el estado que se debe, y no pidáis a Dios más que lo que se debe. Para eso volved cuanto antes a su gracia, o a lo menos abandonad el afecto del pecado, y pedid a Dios cosas grandes, como dice san Ambrosio: Tu magna ora. Pedidle los bienes de la gracia, los bienes de la eternidad, los bienes del alma antes que los del cuerpo; un espíritu de luz para conocer el camino que debéis tomar y los medios que debéis emplear para caminar con seguridad; un espíritu de compunción para llorar vuestros extravíos pasados y salir de ellos; un espíritu de fervor para animaros en el servicio de Dios y en la práctica de las virtudes cristianas; un espíritu de fortaleza para sosteneros contra los asaltos de la naturaleza corrompida, del mundo y del infierno; un espíritu de sumisión en las adversidades de la vida para consagrarlas por vuestra paciencia y darles un carácter de predestinación; en una palabra, un espíritu de santidad para hacer una vida cristiana y perfecta, llenar todas las obligaciones así generales como particulares del respectivo estado y condición por donde la Providencia quiere conducirnos como por otros tantos caminos al término de la eterna bienaventuranza. Orad, hermanos míos; pero orad como se debe, orad por Jesucristo y con Jesucristo: que vuestras oraciones procedan del espíritu y del corazón, más bien que de la boca y de los labios: que sean todas animadas por la fe, santificadas por la humildad, sostenidas por la perseverancia a fin de que os alcancen la gloria eterna que os deseo a todos."

Fuente: Sermones de Misión, Tomo II, San Antonio María Claret, 1858

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