"Parecería justo que en este día de la Asunción de María al cielo la santa Iglesia nos invitase más bien a llorar que no a regocijarnos, según dice San Bernardo (sean. 1 de Ass.), porque nuestra dulce Madre se va de este mundo, y nos deja privados de su amada presencia. Pero no; la Iglesia nos invita a alegrarnos, y con razón; pues si amamos a esta nuestra Madre, debemos alegrarnos más de su gloria que de nuestro propio consuelo. ¿Qué hijo no experimenta una satisfacción, aunque haya de separarse de su madre, si ésta va a tomar posesión de un reino? María va hoy a ser coronada Reina del cielo, y ¿no nos hallaremos transportados de júbilo, si verdaderamente la amamos? Para consolarnos más de su exaltación consideremos: Primero, cuán glorioso fue el triunfo de María cuando subió al cielo. Segundo, cuán excelso es el trono en que fue colocada.
PUNTO I. Después que Jesucristo nuestro Salvador cumplió la obra de nuestra redención con su muerte, los Ángeles anhelaban tenerle en su patria celestial, por lo que en sus oraciones le repetían incesantemente estas palabras de David: "Levántate, oh Señor, y ven al lugar de tu reposo, tú y el arca de tu santidad" (Ps. CXXXI, 8). Así puntualmente hace hablar a los Ángeles San Bernardino de Sena. "Levantaos, Señor, ahora que ya habéis redimido a los hombres, venid a vuestro reino con nosotros, y conducid también con Vos el arca viva de vuestra santificación, esto es, vuestra Madre, que fue el arca santificada por Vos que habitasteis en su seno" (Serm. de Ass.). Por esto se dignó al fin el Señor condescender a los deseos de la corte celestial, llamando a María al cielo. Mas si quiso que el arca del Testamento fuese introducida con gran pompa en la ciudad de David; dispuso que su Madre entrase en el cielo con otra pompa más noble y gloriosa. El profeta Elías fue transportado al cielo en un carro de fuego, que según los intérpretes no fue otra cosa más que un grupo de Ángeles que le levantaron de la tierra; "mas para conduciros al cielo, oh Madre de Dios — dice el abad Ruperto —, no bastó un solo grupo de Ángeles, sino que vino a acompañaros el mismo Rey del cielo con toda su corte".
Del mismo modo de pensar es San Bernardino de Sena, siendo de opinión que Jesucristo para honrar el triunfo de María vino El mismo del cielo a encontrarla y acompañarla; "para cuyo objeto —dice San Anselmo — , quiso el Redentor subir al cielo antes que llegase allá su Madre, no sólo para prepararle el trono en aquel palacio, sino también para hacer más gloriosa su entrada en el paraíso, acompañándola El mismo junto con todos los espíritus bienaventurados" (Vid. de Exc. V. c. 8.). De aquí es que meditando San Pedro Damiano sobre el esplendor de la Asunción de María al cielo dice que la hallaremos más gloriosa que la Ascensión de Jesucristo, porque tan sólo los Ángeles salieron al encuentro del Redentor, pero la bienaventurada Virgen subió a la gloria con la compañía del mismo Señor de la gloria, que había ido a recibirla, y la de los santos Ángeles (Serm. de Ass.). Por lo que el abad Guérrico hace hablar así sobre esto al Verbo Divino: "Para glorificar a mi Padre bajé del cielo a la tierra; pero después para honrar a mi Madre subí otra vez al cielo a fin de poder salirle al encuentro y acompañarla con mi presencia al paraíso".
Consideremos, pues, cómo vino ya el Salvador del cielo al encuentro de su Madre, y luego que la vio le dijo para consolarla: "Levántate, apresúrate, amiga mía, paloma mía, hermosa mía, y ven, pues ya pasó el invierno" (Cant. II, 10, 11). "Levántate, querida Madre, hermosa y pura paloma, deja este valle de lágrimas en donde tanto has padecido por mi amor. Ven del Líbano, Esposa mía, ven del Líbano, ven y serás coronada" (Cant. IV, 8). Ven en cuerpo y alma a gozar la recompensa de tu santa vida. Si has padecido mucho en la tierra, la gloria que yo te he preparado en el cielo es mucho mayor. Ven allí a sentarte junto a mí, ven a recibir la corona que te daré de Reina del universo. He aquí que María deja ya la tierra, y acordándose de tantas gracias como allí recibió de su Señor, la mira con afecto y compasión a la vez, por dejar en ella tantos pobres hijos expuestos a tantas miserias y peligros. He aquí cómo Jesús le tiende la mano, y la bienaventurada Madre ya se levanta en el aire y atraviesa las nubes y las esferas. He aquí que llega ya a las puertas del cielo. Cuando los monarcas hacen su entrada para tomar posesión del reino, no pasan por las puertas de la ciudad, sino que o se quitan éstas, o pasan por encima de ellas. Por esto los Ángeles, cuando Jesucristo entró en el cielo, decían: "Levantad, oh príncipes, vuestras puertas, y elevaos, oh puertas de la eternidad, y entrará el Rey de la gloria" (Ps. XXIII, 7). Del mismo modo ahora que María va a tomar posesión del reino de los cielos, los Ángeles que la acompañan gritan a los de dentro: "Presto, oh príncipes del cielo, levantad, quitad las puertas, porque ha de entrar la Reina de la gloria." Pero he aquí que entra ya María en la patria bienaventurada; y al entrar y al verla tan hermosa y rodeada de gloria aquellos espíritus celestiales preguntan a los Ángeles que vienen de fuera, como contempla Orígenes: "¿Quién es esta criatura tan bella que viene del desierto de la tierra, lugar lleno de espinas y abrojos, pero que viene tan pura, tan rica de virtudes, reclinada sobre su querido Señor que se digna con tanto honor acompañarla? "¿Quién es? — contestan los Ángeles que la acompañan —. Esta es la Madre de nuestro Rey, es nuestra Reina, es la bendita entre las mujeres; la llena de gracia, la santa de las santas, la querida de Dios, la Inmaculada, la paloma, las más hermosa de todas las criaturas", y entonces todos aquellos bienaventurados espíritus empiezan a bendecirla y alabarla cantando con más motivo que los hebreos de Judith: "¡Ah Señora y Reina nuestra!, Vos sois la gloria del paraíso, la alegría de nuestra patria, el honor de todos nosotros" (Judith XV, 10). "Seáis, pues, siempre bien venida, seáis siempre bendita, he aquí vuestro reino; todos nosotros somos vuestros vasallos dispuestos a obedeceros".
En seguida acudieron a darle la bienvenida y a saludarla como a su Reina todos los Santos que entonces se hallaban en el cielo. Vinieron las santas Vírgenes; viéronla las doncellas, y la aclamaron felicísima y colmaron de alabanzas (Cant. VI, 8.). Nosotras, — dijeron — , oh bienaventurada Virgen, somos también reinas de este reino, pero Vos sois nuestra Reina, porque fuisteis la primera en darnos el gran ejemplo de consagrar nuestra virginidad a Dios; todas nosotras os bendecimos y damos gracias." Vinieron luego los santos Confesores a saludar, como a su maestra, a la que con su santa vida les había enseñado tan hermosas virtudes. Vinieron también los santos Mártires a saludarla como a su Reina, porque con su gran constancia en medio de los dolores de la pasión de su Hijo les había enseñado y aun alcanzado con sus méritos la fortaleza para dar la vida por la fe. Vino también Santiago, que era el único de los Apóstoles que se hallaba entonces en el cielo, a darle gracias de parte de los otros por los consuelos y auxilios que de Ella habían recibido estando en la tierra. Vinieron después a saludarla los profetas, los cuales le decían: "¡Ah Señora!, Vos fuisteis la figurada en nuestras profecías." Vinieron los santos patriarcas y le decían: "¡Oh María!, Vos fuisteis nuestra esperanza tanto y por tan largo tiempo de nosotros suspirada." Mas los que entre éstos le tributaron gracias con mayor afecto fueron nuestros primeros padres Adán y Eva. "¡Ah, Hija querida! — le decían —. Vos habéis reparado el daño que nosotros causamos al género humano; Vos habéis alcanzado para el mundo aquella bendición que nosotros perdimos por nuestra culpa, por Vos nos hemos salvado; seáis eternamente bendita".
En seguida vino San Simeón a besarle los pies, recordándole con grán alegría aquel día en que él recibió de sus manos al niño Jesús. Vinieron San Zacarías y Santa Isabel, y de nuevo le dieron gracias por la amorosa visita que Ella con tanta humildad y caridad les hizo en su casa, y por medio de la cual recibieron tan grandes tesoros de gracias. Vino San Juan Bautista a darle con mayor afecto las gracias de haberle santificado con sus palabras. Mas ¿qué le dirían San Joaquín y Santa Ana, sus queridos padres, cuando vinieron a saludarla? ¡Oh Dios mío!, con qué ternura debieron bendecirla diciendo: "¡Ah, Hija querida! ¿qué fortuna ha sido la nuestra de tener tal Hija? ¡Ah!, ahora eres nuestra Reina, en calidad de Madre de nuestro Dios: como a tal te saludamos y adoramos." Pero ¿quién puede comprender el afecto con que vino a saludarla su querido esposo San José? ¿Quién podrá explicar jamás la alegría que tuvo el santo patriarca al ver llegar a su Esposa al cielo con tanto triunfo, y que había sido hecha Reina de todo el paraíso? Con qué ternura debió decirle: "¡Ah Señora y Esposa mía! Y ¿cuándo podré yo llegar a tributar debidamente gracias a nuestro Dios por haberme hecho esposo de su verdadera Madre, que sois Vos? Por Vos merecí en la tierra asistir en su niñez al Verbo encarnado, llevarle tantas veces en mis brazos, y recibir de El tantas gracias especiales. Benditos sean los momentos que pasé en mi vida sirviendo a Jesús y a Vos mi santa Esposa. He aquí a nuestro Jesús, consolémonos, que ahora no se halla acostado en un establo sobre el heno, como le vimos nacido en Belén; ya no vive pobre y despreciado en una tienda, como vivió algún tiempo con nosotros en Nazareth; no está clavado en un infame patíbulo, como en Jerusalén, en donde murió por la salvación del mundo; sino que está sentado a la derecha del Padre, como Rey y Señor del cielo y de la tierra. Y ahora nosotros, Reina mía, no nos apartaremos de sus santos pies para bendecirle y amarle por una eternidad".
Finalmente, vinieron todos los Angeles a saludarla, y la gran Reina dio a todos las gracias por su asistencia en la tierra, tributándolas especialmente al arcángel San Gabriel, que fue el embajador feliz por medio del cual Ella supo su dicha cuando vino a darle la noticia de ser hecha Madre de Dios. Arrodillada después la humilde y santa Virgen adora la divina Majestad, y abismada enteramente en el conocimiento de su nada, le da gracias de todos los favores que por su bondad había recibido, y especialmente de haberla hecho Madre del Verbo eterno. Figúrese cualquiera, si le es posible, con qué amor la santísima Trinidad la bendijo; qué acogida hizo el eterno Padre a su Hija, el Hijo a su Madre, el Espíritu Santo a su Esposa. El Padre la corona participándole su poder, el Hijo la sabiduría, el Espíritu Santo el amor. Y colocando las tres Personas divinas el trono de María a la derecha de Jesús, la declaran Reina universal del cielo y de la tierra, y mandan a los Ángeles y a todas las criaturas que la reconozcan por su Reina, y como a tal la sirvan y obedezcan. Pasemos ahora a considerar cuán excelso fue este trono en el cual María fue colocada en el cielo.
PUNTO II. "Si el entendimiento humano, — dice San Bernardo—, no puede llegar a comprender la inmensa gloria que Dios ha preparado en el cielo a los que en la tierra le han amado, como dijo el Apóstol, ¿quién llegará a comprender jamás qué gloria tuvo preparada a su querida Madre, que en la tierra le amó más que todos los hombres, y que aun desde el primer momento en que fue criada le amó más que todos los hombres y todos los Ángeles juntos? Con razón, pues, la Iglesia canta que María ha sido exaltada sobre todos los coros de los espíritus celestiales, habiendo amado a Dios más que todos los Ángeles-" (In Fest. Asumpt.). "Si — dice Guillermo abad — . Ella fue exaltada sobre los Ángeles, de modo que no ve sobre de sí sino a su Hijo, que es el unigénito de Dios (Serm. 4 de Ass.).
Esto es lo que considera el docto Gerson cuando afirma que "independientemente de las tres jerarquías en las cuales se hallan distribuidos todos los órdenes de los Angeles y de los Santos, como enseñan Santo Tomás y San Dionisio, María formó en el cielo una jerarquía separada, la más sublime de todas, y la segunda después de Dios" (Super Magn. tract. 4.). "Y así como — añade San Antonino — , la señora se diferencia sin comparación de los esclavos, así la gloria de María es incomparablemente mayor que la de los Ángeles" (4 p. tit. 15, c. 10). Para entender esto, basta saber lo que nos dijo David, que esta Señora fue colocada a la derecha del Hijo (Ps. XLIV), esto es, de Dios, como dice San Atanasio (De Ass. B. V.).
Es cierto, como dice San Ildefonso, que las obras de María aventajaron incomparablemente en mérito a las de todos los Santos, y por esto no puede comprenderse la recompensa y la gloria que Ella mereció (Serm. 2 de Ass.). Y si es cierto, como escribió el Apóstol, que Dios premia según el mérito (Rom. II, 6.), lo es también, dice Santo Tomás, que la Virgen, cuyo mérito excedió al de todos los hombres y Ángeles, debió ser exaltada sobre todos los órdenes celestiales (Lib. de Sol. Sanct.). "En una palabra, —añade San Bernardo —, mídase la gracia singular que María recibió en la tierra y luego mídase por ello la gloria singular que obtuvo en el cielo".
La gloria de María, dice un sabio autor (El P. la Colombiére. Pred. 18.), fue una gloria llena, una gloria completa, a diferencia de la que gozan los otros Santos en el cielo. Esta reflexión es muy hermosa; pues si bien es cierto que en el cielo todos los bienaventurados gozan una paz perfecta y completo contento, sin embargo siempre será verdad que ninguno de ellos disfruta de aquella gloria que hubiera podido merecer, si hubiese servido y amado a Dios con mayor fidelidad. De aquí es que si bien los Santos en el cielo no desean más de lo que poseen, sin embargo tendrían aún que desear. Es verdad igualmente que allí no se sufre pena alguna por los pecados cometidos y el tiempo perdido, pero es innegable que causa sumo contento el mayor bien que se hizo en vida, el haber conservado la inocencia y empleado mejor el tiempo. María en el cielo nada desea y nada tiene que desear. "¿Cuál de los Santos —dice San Agustín —, a excepción de María, puede decir que no ha cometido ningún pecado (De Nat. et Grat. 1. 7, c. 36.)? Ella no cometió jamás culpa alguna ni cayó en defecto alguno; y esto es cierto, porque así lo ha definido el santo concilio de Trento (Sess. 6. can. 13.). No sólo no perdió jamás ni oscureció la divina gracia, sino que nunca la tuvo ociosa: no hizo acción que no fuese meritoria, no profirió ninguna palabra, no tuvo pensamiento, no respiró jamás sin que tuviese por objeto la mayor gloria de Dios. En suma, jamás se entibió su afecto, ni paró un solo momento de correr hacia Dios, nunca perdió nada por su descuido, de manera que siempre correspondió a la gracia con todas sus fuerzas, y amó a Dios tanto como pudo amarle. Señor, le dice ahora en el cielo, si no os he amado tanto como Vos merecéis, a lo menos os he amado cuanto he podido.
En los Santos, como dice San Pablo, las gracias han sido varias. Por lo cual cada uno de ellos, correspondiendo después a la gracia recibida, ha sobresalido en alguna virtud, uno en salvar almas, otro en hacer vida penitente, éste en sufrir los tormentos, aquél en la vida contemplativa, lo que justifica las palabras que usa la Iglesia cuando celebra sus fiestas: Que no se halló semejante a El. Y su gloria en el cielo es diferente según sus méritos. Los Apóstoles se distinguen de los Mártires, los Confesores de las Vírgenes, los Inocentes de los Penitentes. Habiendo estado la santísima Virgen llena de todas las gracias, aventajó a cada uno de los Santos en toda clase de virtud. Ella fue Apóstol de los Apóstoles, y la Reina de los Mártires, porque padeció más que todos ellos; fue la portaestandarte de las Vírgenes y el dechado de las esposas. A la inocencia más perfecta supo unir la más austera mortificación; en una palabra, hizo de su corazón el santuario de todas las heroicas virtudes que jamás supo algún santo practicar. De María escribe el salmista estas palabras: A tu diestra está la Reina con vestido bordado de oro y engalanada con variados adornos (Ps. 44, 10) ; y esto lo dice, precisamente, porque todas las gracias y prerrogativas y méritos de los demás santos se hallan reunidos en María, como dice el abad de Celles: "¡Oh afortunada Virgen María!, todos los privilegios de los demás habéis logrado atesorarlos en vuestro corazón".
Por manera que, como dice San Basilio, la gloria de María supera a la de los demás bienaventurados, bien así como el resplandor del sol vence en claridad a la claridad de todas las demás estrellas. Y San Pedro Damiano añade: "Que así como la luz del sol eclipsa el resplandor de la luna y de las estrellas, y las deja como si no existieran, así también delante de la gloria de María queda velado el esplendor y la gloria de los hombres y de los Ángeles, como si no estuviesen en el Cielo." San Bernardino de Sena afirma con San Bernardo "que los bienaventurados participan de la gloria de Dios como con tasa y con medida, al paso que la Virgen María está tan abismada en el seno de la divinidad que parece imposible que una pura criatura pueda estar más unida con Dios que lo está María Santísima". Añádase a esto lo que dice San Alberto Magno: "Colocada María más cerca de la divinidad que todos los espíritus bienaventurados, contempla a Dios y goza de Dios incomparablemente más que todos ellos." Y va más adelante San Bernardino de Sena, ya citado, y dice que "así como el sol ilumina a los demás planetas, así también toda la corte celestial recibe gozo y alegría muy cumplidos con la presencia de María". Y San Bernardo asegura también que "al entrar en el Cielo la gloriosa Virgen María se aumentó el gozo de todos sus dichosos moradores" (Ps. XLIV, 10.). Por eso está en contemplar a esta bellísima Reina. "Veros a Vos — dice el Santo dirigiéndose a María — es, después de la visión de Dios, el colmo de la felicidad" (Or. de Ann). Y San Buenaventura pone en boca de los bienaventurados estas palabras: "Después de Dios, nuestro mayor gozo y nuestra mayor gloria tienen su fuente en María".
Alegrémonos por ser la exaltada nuestra Madre. Pongamos en ella toda nuestra esperanza. Alegrémonos y regocijémonos con nuestra Madre, al verla en el Paraíso sublimada por Dios a tan excelso trono. Alegrémonos también, porque si hemos perdido la presencia corporal de nuestra augusta Señora por haber subido al cielo, esto no obstante, su afecto maternal no nos desampara; pues estando más cerca de Dios, conoce mejor nuestras miserias y se compadece de ellas y las socorre con más facilidad y prontitud. "¡Por ventura será posible — exclama San Pedro Damiano— que Vos, oh bienaventurada Virgen María, después de haber sido glorificada en el Cielo, os hayáis olvidado de nosotros, pobres pecadores! No; líbrenos Dios de pensar tal cosa, que no es propio de un corazón tan misericordioso como el vuestro olvidarse de miserias tan grandes como las nuestras." "Si grande fue la misericordia de María —dice San Buenaventura—mientras peregrinó por este nuestro destierro, mucho mayor es ahora, que reina en los Cielos".
Entremos, por tanto, al servicio de esta Reina, honrémosla y amémosla con todas nuestras fuerzas. "Porque esta nuestra augusta Soberana —dice Ricardo de San Lorenzo — no es como los otros reyes, que agobian a sus vasallos con alcabalas y tributos, antes por el contrario, distribuye con larga mano entre sus servidores dones de gracias, tesoros de méritos, riquezas celestiales y otras magníficas recompensas." Acabemos diciéndole con el abad Guerrico: "¡Oh Madre de misericordia! Ya que estáis tan cerca de Dios, sentada como Reina del mundo en trono de majestad, saciaos y embriagaos de la gloria de vuestro Hijo, pero repartid las sobras entre vuestros siervos. Sentada a la mesa del Señor, gustáis de los más exquisitos manjares; nosotros, como hambrientos cachorrillos, estamos aquí en la tierra, como debajo de la mesa; compadeceos de nosotros.".
Fuente: "Las Glorías de María" por San Alfonso María de Ligorio - [Negrillas son nuestras.]