De la pena de daño que se padece en el Infierno - La Fe Cristiana

De la pena de daño que se padece en el Infierno



"Mittite eum in tenebras extreriores; ibi erit fletus
Arrojadlo fuera a las tinieblas, donde no habrá sino llanto (Matth. XXII, 13)


Según todas las leyes divinas y humanas , la pena debe ser correspondiente a la gravedad del delito: Pro mensura peccati erit et plagarum modus. (Deut. 25,2.) Porque la injuria principal que hace a Dios un pecador, cuando comete un pecado mortal, es apartarse de su criador, y sumo bien. Así define el pecado mortal Sto. Tomás, (p. i. qu. 24. art. 4.) por estas palabras: Aversio ab incommutabili bono. De esta injuria precisamente se lamenta el Señor por el profeta Jeremías (15,6.) donde dice: Tu reliquisti me, dicit Dominas, retrorum abiisti: Me abandonaste y volviste pasos atrás. Siendo pues esta la mayor culpa del pecador porque quiere perder espontáneamente a Dios, justamente su mayor pena en el infierno será el haberle perdido. Allí siempre se llora; ¿Pero cual es el objeto más amargo del llanto de los infelices condenados? La idea de haber perdido a Dios por su propia culpa. Este pues será el único asunto del presente sermón , al cual os suplico que estéis atentos.

1. El fin para que Dios nos colocó en este mundo, amados oyentes míos, no fue para disfrutar de los bienes de la tierra; sino que nos crió para conseguir la vida eterna: Finem vero vitam aeternam. (Rom. 6 ,22.) La vida eterna consiste en poseer a Dios y amarle eternamente. El que esto consigne, consigue su fin y será eternamente feliz; el que deja de conseguirlo por su culpa, pierde a Dios, será siempre desgraciado y no cesará de repetir llorando: Perit finis meus: Dejé de conseguir el fin para que fui criado. (Thren. 3, 18.)

2. El dolor que resulta de haber perdido una cosa, es igual al valor de la cosa perdida. Si uno pierde una perla o un diamante que vale cien escudos, siente gran pena. Si valía doscientos la pena es duplicada; y si cuatrocientos, la pena será mucho mayor. Ahora pregunto yo, ¿cual es el bien que perdió el condenado? Perdió a Dios que es un bien infinito: por tanto la pena de la pérdida de Dios es una pena infinita como dice Sto. Tomás: Paena damnati est infinita quia est amissio boni infiniti. (S. Thom. 1 ,2. q. 87 , a. 4.) Lo mismo escribió antes S. Bernardo , diciendo, que el valor de esta pérdida es correspondiente al valor infinito del sumo bien, que es Dios. Porque no consiste el infierno en el fuego que devora, ni en la hediondez que trastorna los sentidos, ni en los gritos y aullidos que dan continuamente los condenados, ni en la vista de los demonios que espanta, ni en la estrechez de aquella cárcel de tormentos en que yacen los desgraciados uno sobre otro: la pena principal del Infierno consiste en haber perdido a Dios; y todas las otras no son nada en comparación de esta. El premio de los bienaventurados en el Paraíso, es Dios, como dijo a Abraham: Ego ero merces tua magna nimis. (Gen. 15,1.) Por lo que, así como la recompensa del hombre bienaventurado es Dios, así la pena del condenado es la pérdida de este mismo Dios.

3. Por esto dijo S. Bruno, que por muchos tormentos que se hiciesen sufrir a los condenados, no igualarían jamás la pena que sufren por verse privados de la presencia de Dios: Addantur tormenta tormentis, ad Deo non priven tur. (Serm. de Jud. fin)  Lo mismo escribe S. Juan Crísóstomo, hablando acerca de esto: Si mille dixeris gehennas, nihil par dices illius doloris. (Hom. 49 ad Pop.) Se halla Dios dotado de tantas perfecciones dignas de amor, qué merece un amor infinito. Es tan amable, que tiene en el cielo tan llenos de alegría y absortos de gozo a los bienaventurados, embriagados de su divino amor, que no desean ni piensan otra cosa que amarle con todas sus fuerzas. En este mundo los pecadores, por no dejar sus indignos placeres, cierran los ojos para no conocer a Dios ni el amor que se merece; pero en el infierno se les mostrará el Señor tal cual es, y este será su mayor castigo: Cognoscetur Dominus judicia faciens. (Psal. 9,17). El pecador en medio de los placeres sensuales que le cercan, apenas conoce a Dios; porque no le ve sino a través de las tinieblas, y por esto le importa poco perderle; pero en el infierno le conocerá claramente para su desgracia, y esta idea le atormentará sin cesar. Un doctor de París se apareció a su obispo después de su muerte, y le dijo que se había condenado. El obispo le preguntó, si se acordaba en el infierno de las ciencias de que se había ocupado tanto durante su vida. Y él le respondió, que en el infierno no tienen más que un pensamiento que los atormenta sin cesar, a saber, el haber perdido a Dios.

4. Discedite a me, maledicti, in ignem aeternum: Separaos de mi, malditos, e id al fuego eterno. (Matth. 25, 41.) Estas palabras dirige Jesucristo a los condenados, las mismas que resuenan sin cesar en el infierno. Separaos de mí, porque ya no sereís míos, ni yo seré ya vuestro; Vos non populus meus, et ego non ero vester. (Oseae 1,9.) Esta pena , que, como dice S. Agustín , solamente es temida de los santos en este mundo, es la que espanta a los amadores de Dios más que todos los tormentos del infierno; pero no amedrenta a los pecadores que quieren vivir sumergidos en las tinieblas del pecado. Más después que hayan muerto comprenderán para su mayor castigo el gran bien que perdieron, y de que se ven privados por su culpa.

5. Conviene estar en la inteligencia de que el hombre fue criado por Dios, y está naturalmente inclinado a amarle. Pero las tinieblas del pecado y los afectos terrenos que le dominan tienen adormecida, mientras vive en este mundo, esta tendencia e inclinación hacia Dios su bien; y por esto le aflige poco la pena de verse separado de él. Más cuando el alma abandona al cuerpo y se ve libre de los sentidos que la tienen obcecada, conoce claramente que ha sido criada por Dios, y que Dios es el único bien que puede contentarla , como dice S. Antonino; Separata autem anima a corpore intelliget Deum summum bonum, et ad illud esse creatam. Esta es la causa de que, en viéndose suelta de la cárcel del cuerpo, se lanza inmediatamente hacia el Señor para abrazarse con él. Pero si se halla en pecado, será repelida de Dios como enemiga suya. Bien es verdad que por repelida y desechada que se halle el alma , jamás pierde la grande inclinación que le arrastra hacía su Criador; y su mayor tormento consistirá en verse atraída hacia él y rechazada por él.

6. ¿Qué esfuerzos no hace un perro para romper la cadena que le sujeta, y poder atrapar la presa inmediatamente que ve a la liebre? Pues lo mismo hace el alma cuando se separa del cuerpo. Por una parte le atrae Dios hacia sí; por otra el pecado la separa de Dios, y la conduce a los infiernos. Porque, como dice el profeta, el pecado es semejante a un muro elevado, puesto entre el alma y Dios: Iniquitates vestrae diciserunt ínter vos, et Deum vestrum. (Isa. 59,2.) Y así la desgraciada cuando se vea confinada en aquella cárcel de tormentos y lejos de Dios , se quejará llorando de este modo: ¿Con qué ya no seré vuestra, o Dios mio, ni vos seréis mio jamás? ¿Con qué ya no os amaré en adelante, ni vos me amareis a mí? Esta separación de Dios amedrentaba a David cuando decia: Numquid in aeternum projiciet Deus? Aut non apponet, ni complacitior sit adhuc? Acaso me desechará Dios para siempre sin apiadarse nuevamente de mí? (Psal. 76,8.) ¡Que dolor tan cruel seria el mío, si Dios llegase a rechazarme y no se mitigase su cólera jamás! Pues este mismo dolor que espantaba a David es el que sufren y sufrirán eternamente los condenados en el infierno. Mientras David estaba en pecado, conocía que su propia conciencia se lo echaba en cara continuamente con estas palabras: Ubi est Deus tuus? Dime David, ¿Donde está ahora tu Dios que tanto te amaba antes? Ya le has perdido, y ha dejado de ser tuyo. Y afligido David con este dolor, dejó escrito que no cesaba de llorar de noche y dedia: Fuerunt mihi lacrymae meae panes die ac nocte: dum dicitur mihi quotidie: Ubi est Deus tuus? (Psal. 41,4.) También al condenado preguntarán los demonios de este modo: ¿Infeliz, donde está ahora tu Dios, que creías había de salvarte aun después que tú le habías abandonado? Ubi est Deus tuus? David empero aplacó al Señor con sus lágrimas y recobró su amistad; más el condenado derramará un mar de llanto y no le aplacará jamás, ni volverá a su amistad.

7. Dice S. Agustín, que si viesen los condenados la hermosura de Dios, no sentirían pena alguna, y el mismo infierno se les convertiría en un paraíso: Nullam paenam sentirent, et infernus ipse verteretur in paradisum. (Lib. de Tripl. hab.) Pero no sucederá así, porque el condenado ya no puede ver a Dios. Cuando David condenó a su hijo Absalon a no ponerse jamás en su presencia, fué tal el dolor de AbsaIon, que súplicó a Joab que dijese a su padre, que deseaba ames morir, que no que le prohibiese verle: Obsecro ergo ut videam faciem regis , quod si me mor est iniquitatis meae, interficiat me. (2. Reg. 14, 32.) Felipe II rey de España , dijo con semblante severo a un grande de su reino que estaba en la Iglesia con poca reverencia: No comparezcas más delante de mi presencia. Y fue tanta la pena que concibió, que murió al llegar a su casa. ¿Que será, pues, cuando Dios diga al réprobo al tiempo de morir: Abscondam faciem ab eo, et invenient eum omnia mala: Vete de aquí, que no quiero verte más, ni que tú me veas? (Deut. 31,17) Que compasión causa el sentimiento de un hijo que estaba unido con su padre, y comían y dormían juntos, cuando muere el padre, y el hijo le llora, exclamando en medio de su dolor: ¡Padre mio, te he perdido: ya no te veré mas! Si oyésemos ahora llorar amargamente a un condenado, y le preguntásemos: ¿Por qué lloras tanto? Respondería el desgraciado : Lloro porque he perdido a Dios y no le he de ver más.

8. Aumentará esta pena el conocimiento que tendrá el reprobo de la gloria que gozan los bienaventurados en el cielo, de la cual se ve y se verá él excluido para siempre. ¿Que pena recibiría cualquiera, sí habiéndole convidado su rey a asistir a su teatro para ver y oír una bella ópera, o un baile famoso, se viese después excluido por cualquier descuido, al oír desde afuera las voces y aplausos que se daban en el teatro? Ahora los pecadores desprecian el paraíso y le pierden por cosas bien frívolas, sin embargo de que Jesucristo derramó toda su sangre para allanarnos la entrada a él; pero cuando los infelices se vean condenados al infierno, será para ellos la mayor pena de todas, el conocer los goces infinitos del paraíso. Dice S. Juan Crisóstomo, que el verse excluidos los condenados de aquella mansión de delicias, será para ellos un dolor diez mil veces mayor que las penas que padecen en el infierno: Decem mille quis ponat gehennas, nihil tale dicet, quale est a beata gloria excidere. (S. Joan. Chrys. ap. S. Thom. Suppl. qu. 98, art. 9.) Si tuviese yo al menos alguna esperanza, dirá el condenado, que después de mil o de un millón de siglos de tormentos, había de poder recobrar la gracia divina y había de hacerme digno de gozar de la presencia de Dios, aun me consolaría. Pero al instante le responderá su conciencia: No hay esperanza para el hombre impío después de su muerte: Mortuo nomine impio, nulla erit ultra spes. (Prov. 11,7.) Mientras vivía, podía salvarse; pero desde que murió en pecado, su condenación es irreparable. Y así el infeliz dirá llorando con la mayor desesperación: Ya no veré al Señor Dios en la patria celestial: Non videbo Dominum Deum in terra viventium. (Isa. 38, 11)

9. Aumentará la pena a los réprobos, pensar que perdieron a Dios y el paraíso, únicamente por su culpa. Todos aquellos infelices dirán: Yo podía haber pasado una vida feliz en el mundo, si hubiese amado a Dios, y al mismo tiempo hubiera alcanzado una eterna felicidad. Pero por haber amado mis vicios, tendré que estar en este lugar de tormentos, mientras Dios sea Dios. Entonces repetirá las palabras de Job; Quis mihi tribuat, ut sim juxta menses pristinos, secundum dies quibus Deus custodiebat me? ¿Quien me diese volver a mis antiguos días, en los cuales me protegía el Señor ? (Job. 29,2.) No caería en este fuego eterno. No vivía yo entre los bárbaros, entre los Indios y Chinos, de modo que estuviera privado de sacramentos, de sermones, y de maestros espirituales que me instruyesen; sino que nací en el gremio de la verdadera Iglesia, donde fui instruido y amonestado por los predicadores y confesores. No me arrastraron a esta cárcel los demonios; yo mismo he venido voluntariamente por mis mismos pasos. Yo mismo me he fabricado voluntariamente estas cadenas, que me tienen atado y separado de Dios. Cuantas veces el Señor me hizo sentir en el corazón estas palabras: Enmiéndate y torna a mí, antes de que llegue el tiempo en que no te sea posible remediar tu ruina. ¡Infeliz de mí! Ya llegó este tiempo, y la sentencia está dada. Estoy condenado, y mi condenación ni tiene ni tendrá remedio jamás. Ya que he perdido a Dios y no puedo verle, siquiera pudiese amarle. Pero no, porque la gracia me ha abandonado, y así me he hecho esclavo del pecado, y me veo precisado a aborrecerle. Esta es la mayor desesperación del réprobo, verse obligado a aborrecer a Dios por haberle despreciado en vida. De él dice Job: Quare me posuisti contrarium tibi, et factus sum mihi metipsi gravis? ¿Por qué me hiciste enemigo tuyo, y no me puedo soportar yo mismo? (Job 7,20.) De aquí resulta, que viéndose el condenado contrario y enemigo de Dios, al mismo tiempo que conoce que Dios es digno de un amor infinito, no verá objeto de mayor horror ante sus ojos, que su misma persona. Y esto será para él mayor castigo; porque por una parte verá que Dios es digno del mayor amor; y por otra, que él es digno del mayor honor, y enemigo declarado de Dios: Statuam te contra faciem tuam. (Psal. 49,24.)

10. Aumentara también mucho la pena del condenado el conocer cuanto hizo Dios para salvarle; porque esto mismo le llenará de desesperación: Peccator videbit et irascetur. (Psal. 111,10.) Conocerá todos los beneficios que el Señor le concedió, todas las inspiraciones con que le llamó al buen camino, y la paciencia que tuvo para sufrirle. Conocerá sobre todo cuanto le amó Jesucristo, y cuanto sufrió por su amor; y se verá no obstante por su culpa, no amado, sino aborrecido de Jesucristo. Por eso dice S. Juan Crisóstomo, que si uno sufriese mil infiernos, no se quejaría tanto, como se queja el condenado por verse enemigo de Cristo: Si mille quis ponat gehennas, nihil tale dicturus est, quale est exosum esse Christo. (Chrys. Hom. 24. in Matth.) Dirá pues el condenado de este modo: Mi Redentor que movido de mi amor sudó sangre, sufrió agonías, y quiso morir sin tener quien le consolara, ahora no tiene compasión de mí. Yo lloro y grito, pero él ya no me oye, ya no me mira y se ha olvidado de mí. Me amaba un tiempo; más ahora me aborrece, y me aborrece con razón; porque yo ingrato no quise amarle. Dice David, que los precitos son arrojados al pozo de la muerte: Deduces eos in puteum interitus. (Psal. 54,24.) Y este pozo, dice S. Agustín, que será cerrado por arriba y abierto por abajo, y se dilatará hasta el abismo; y que serán olvidados de Dios los que no quisieron conocer a Dios: Puteus claudetur sursiun, aperietur deorsum, dilatabitur in profundum; et ultra nescientur a Deo, qui Deum scire noluerunt. (Hom. 1 6, cap. 50.)

11. Vemos, pues, que el condenado conoce que Dios merece un amor infinito, y que él no puede amarle. Lo cual confirma Sta. Catalina de Génova, que molestada un día por el demonio, y preguntándole la Santa quien era, le respondió, lamentándose: Yo soy aquel malvado que no puede amar a Dios. El condenado no solo no puede amar a Dios, sino que se ve obligado a aborrecerle; y este es su mayor infierno: tener que aborrecer a su Dios, al mismo tiempo que conoce que es infinitamente amable. Como el Señor es un bien supremo, le arrastra hacia sí con vehemencia; pero le aborrece porque castigó sus pecados. El amor natural le atrae sin cesar hacia Dios, pero el odio le rechaza con violencia; y estas dos pasiones contrarias son como dos fieras que despedazan sin cesar el corazón del infeliz condenado; de suerte que le hacen y le harán vivir en una continua muerte por toda la eternidad. Así el reprobo odiará y maldecirá siempre a Dios; y aborreciendo a Dios, aborrecerá y maldecirá todos los beneficios que le hizo, como la creación, la redención y los sacramentos; y entre estos especialmente el bautismo, por el cual se hizo más reo ante Dios con los pecados que cometió, y el sacramento de la penitencia, por medio del cual podía salvarse tan fácilmente si hubiese querido; y sobre todo el santísimo Sacramento del altar, en el cual Dios se le había dado a sí mismo todo entero. Aborrecerá por consiguiente todos los demás medios que le sirvieran de ayuda para salvarse; es decir, a todos los ángeles y todos los santos, pero especialmente maldecirá al Ángel custodio, a los santos sus abogados, y sobre todo a la divina Virgen María. Pero principalmente a las tres divinas personas, Padre, Hijo y Espíritu Santo; y con mayor especialidad al Verbo encarnado Jesucristo, que sufrió y murió por él en la cruz. Entonces, pues, maldecirá las llagas de Jesucristo, la sangre de Jesucristo, y la muerte de Jesucristo. Ved , oyentes míos, a que fin tan desgraciado conduce el pecado a las almas redimidas por la sangre del Señor. ¿Queréis vosotros evitar tan triste fin? Detestad presto vuestros pecados; confesadlos inmediatamente, y amad con todo vuestro corazón a este divino Señor crucificado, que dió toda la sangre de sus venas por redimirnos de la esclavitud del demonio y llevaros en su compañía a la gloria eterna."

Fuente: "Sermones abreviados para todas las dominicas del año", San Alfonso María de Ligorio, 1847 - [Negrillas son nuestras.]

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