El Juicio Particular - La Fe Cristiana

El Juicio Particular



Cuando el alma haya abandonado el cuerpo y se presente ante el tribunal de Dios para ser juzgada por todas sus obras, buenas y malas, San Alfonso María de Ligorio, nos señala que se llenará de terror, en tres momentos: 1) Cuando se presente a ser juzgada; 2) Cuando sea examinada; 3) Cuando sea condenada.

Nos dice, sobre el Juicio particular, lo siguiente: "De los bienes que hemos recibido de Dios, bien sean dones de naturaleza, o de gracia, no somos dueños de manera que podamos disponer de ellos a nuestro antojo, sino solamente administradores; por lo que debemos emplearlos según la voluntad de Dios, que es el verdadero dueño de ellos y de nosotros mismos. De aquí resulta que hemos de darle cuenta de ellos a la hora de la muerte. Porque, como nos dice Jesucristo por San Pablo, hemos de presentarnos en el tribunal de Dios para que cada uno reciba el premio o el castigo, según los administró, bien o mal. (…) Dice San Buenaventura «No eres dueño, sino administrador de las cosas que te se han confiado, y por lo mismo has de dar cuenta de ellas».

1. Terror cuando se presente a ser juzgada.
Determinado está, dice San Pablo, que los hombres mueran, y que después sean juzgados (Hb 9,27). Es de fe que hemos de morir, y que después de la muerte debemos ser juzgados de todas las acciones de nuestra vida. ¿Cuál será pues nuestro pavor y aturdimiento a la hora de la muerte, pensando en el juicio que nos espera luego que el alma se haya separado del cuerpo? (…)

Es sentencia común de los teólogos, que en el mismo momento y en el mismo sitio en que el alma se separa del cuerpo, se alza el divino tribunal, se lee el proceso, y da la sentencia el supremo juez Jesucristo, haciendo ver a cada alma todas sus obras buenas y malas, y el premio o castigo que merece por ellas. A este tribunal hemos de presentarnos todos para dar cuenta de todos nuestros pensamientos, palabras, obras y deseos, como dice San Pablo: «todos debemos comparecer ante el tribunal de Cristo, para que cada cual reciba lo que mereció durante su vida mortal, conforme a lo que hizo, bueno o malo» (2 Co 5,10). (…) ¡O cuanto mayor será la pena y la confusión que tendrá el alma al comparecer ante Jesucristo irritado, por haber sido despreciado por ella mientras vivía! (…) Verán entonces a Jesucristo con las mismas heridas, con las cuales se subió a los cielos. (…) ¡Cuanto consolarán aquellas heridas a los justos! ¡Que grande espanto infundirán a los pecadores, viendo en ellas el grande amor que les tuvo el Redentor, y la grande ingratitud con que le correspondieron!

¡Cuán llena de espanto estará el alma que se presente manchada con el pecado, ante tan justo juez la primera vez que le ve, viéndole irritado! (…) ¿Qué responderá pues a Jesucristo el pecador, cuando le diga: Yo soy aquel tu Redentor y tu juez a quien tú despreciaste tanto? ¿Dónde huirá entonces el desgraciado, pregunta San Agustín, cuando vea sobre sí al juez irritado, a sus pies abierto el infierno , a un lado los pecados que le acusan, y al otro los demonios que le arrastran al suplicio, y la conciencia que le despedaza interiormente? ¿Quizá entonces pensará hallar piedad? Pero ¿cómo podrá esperar piedad, dice Eusebio Emiseno, cuando ante todas cosas deberá dar cuenta del desprecio que hizo de la piedad que tuvo con él Jesucristo?

2. Terror que tendrá el alma cuando se examinada
Luego que el alma se presente al tribunal de Jesucristo, le dirá este benignísimo Señor: Dame ahora cuenta de todas las obras de tu vida. Dice el Apóstol que para hacerse el alma digna de la salud eterna, debe conformar su vida con la de Jesucristo (Rm 8,29-30). Por esto escribió San Pedro, que en el juicio que ha de hacer Jesucristo, apenas se salvará el justo que haya observado la ley divina, perdonado a sus enemigos, respetado a los Santos, y sido casto y manso de corazón. Y luego añade: ¿Cuál será la suerte del pecador y del impío? (1 Pe 4,18) ¿Cómo se salvarán los vengativos, los blasfemos, los deshonestos, y los maldicientes? ¿Y cómo se salvarán aquellos cuya vida ha sido siempre contraria a la vida de Jesucristo?

El juez ante todas cosas pedirá cuenta al pecador de los beneficios y de las gracias que le hizo para salvarle, de las cuales él no supo aprovecharse. Le pedirá cuenta de los años que le concedió para servir a Dios, y él los gastó en ofenderle. En seguida se la pedirá de los pecados. Los pecadores cometen las culpas, y luego se olvidan de ellas; pero no las olvida Jesucristo, que tiene contadas todas nuestras iniquidades. (…) Dice San Anselmo: Se pedirá cuenta hasta de una mirada; y según San Mateo, de toda palabra ociosa (Mt 12,56).

El profeta Malaquías dice, que así como se purifica el oro, separándose de la escoria, así el día del juicio se examinarán todas nuestras acciones, y se castigarán las que no sean buenas y arregladas a la ley divina (Ml 3,3). (…) Si han de ser juzgadas las miradas y las palabras ociosas, como hemos dicho, ¿con cuanto rigor se juzgarán las acciones deshonestas, las blasfemias, las murmuraciones graves, los hurtos y los sacrilegios? En aquel día, dice San Jerónimo, cada alma verá por sí misma con grande confusión suya toda la fealdad de sus acciones

(…)

Entonces el infeliz pecador se verá acusado por el demonio, que, como dice San Agustín, repetirá ante el tribunal de Jesucristo las palabras con que prometemos ser buenos; y nos echará en cara todo lo que hicimos, y en que día y hora pecamos. Nos recordará en efecto el demonio todas nuestras malas obras, señalando el día y la hora en que las hicimos; y terminará la acusación y el proceso con estas palabras que el mismo Santo pone en boca de Jesucristo: Yo no sufrí bofetadas y azotes por este ingrato. Como si dijera: Padre mío, yo nada sufrí por este ingrato pecador, que os ha vuelto las espaldas por hacerse esclavo del demonio. También se presentará a acusarle el ángel custodio, como escribe Orígenes, y dirá: Yo he trabajado tantos años a su lado, pero él, despreció todos mis consejos é inspiraciones. Entonces, pues, hasta los amigos despreciarán al alma condenada en el juicio. Y la acusarán sus mismos pecados, como dice San Bernardo, y dirán: «Tú nos cometiste, obra tuya somos, no te abandonaremos».

Veamos ahora que excusas podrá alegar el pecador. Dirá que la mala inclinación natural le indujo al mal: pero se le responderá, que si bien la carne le inclinaba al pecado, ninguno le forzaba a cometerle; antes al contrario, si hubiese recurrido a Dios cuando se veía tentado, el Señor le hubiese dado fuerzas para resistir por medio de su gracia. Con este fin Cristo instituyó los sacramentos; y no habiendo querido valernos de ellos, ¿de quién podemos quejarnos sino de nosotros mismos? (…) Dirá para excusarse, que el demonio le tentó; pero San Agustín dice, que el enemigo está atado con cadenas como un perro, y que no puede morder a ninguno, sino al que se acerca a él con demasiada confianza. Puede el demonio ladrar, pero no morder sino a aquel que se acerca a él y le presta oídos: por lo cual añade el Santo: Ved, pues, cuan necio es aquel a quien muerde el perro que está atado a la cadena. Alegará quizá para excusarse el mal hábito, pero no le valdrá tampoco, porque el mismo San Agustín añade, que aunque es difícil resistir a los malos hábitos, sin embargo, si uno no se rinde, los vencerá con la ayuda de Dios. El Señor, como dice San Pablo, no permite que ninguno sea tentado más allá de lo que puede resistir (1 Co 10,15).

(…)

3. Terror del alma cuando sea condenada.
Cuanta será la alegría de un alma cuando sea recibida por Jesucristo a la hora de su muerte con aquellas dulces palabras: «¡Bien, criado bueno y fiel!; has sido fiel en lo poco, te confiaré lo mucho. Entra en el gozo de tu señor» (Mt 25,21) tan grande será la pena y la desesperación del alma condenada que se vea desechada por el juez con aquellas: «Apartaos de mí, malditos, al fuego eterno» (Mt 25,41) (…) Dice Santo Tomás de Villanueva que algunos oyen hablar del juicio y de la condenación de los réprobos; pero hacen tan poco caso de ella, como si estuviesen seguros que no les ha de caber esta suerte, o como si el día del juicio no hubiese de llegar para ellos. Y añade: «Pero ¡que locura es tener seguridad en una cosa tan peligrosa!». Algunos, aunque vivan en pecado, dice San Agustín, no pueden imaginarse que quiera Dios enviarlos al infierno, y dicen: ¿Será cierto que Dios nos ha de condenar? No, hijos, dice el Santo, no digáis eso: muchos condenados no creían que habían de ser enviados al infierno, pero murieron, y fueron arrojados a él, según la amenaza hecha por Ezequiel: «Ya llega tu fin, porque yo desencadeno mi ira contra ti. Te juzgaré según tus obras y te pediré cuenta de todas tus horribles acciones» (Ez 7,3).

Pecador, ¿quién sabe si el castigo que te espera está ya próximo, y tú te burlas y haces paz con el pecado? ¿Quién no temblará oyendo aquellas palabras del Bautista? «Ya está la segur amenazando a la raíz del árbol; el árbol pues que no da buen fruto, será cortado, y echado al fuego». (Mt 5,10). ¿Cual es este árbol que no da buen fruto, sino el pecador que no sigue la recta senda que Jesucristo le trazó, y semejante a una bestia que sigue sus instintos y apetitos naturales, no piensa más que en ofenderle, obrando como un gentil y no como un cristiano? (…)

Busquemos a Dios ahora que podemos hallarle, porque vendrá tiempo en que querremos encontrarle, y no podremos: Me buscareis, y no me hallareis (Jn 7,56); porque entonces ya habrá expirado el plazo que Dios nos ha concedido para hacer penitencia y asegurar nuestra salvación. Por eso dice San Agustín: que el juez que ha de juzgarnos se ha de aplacar antes del juicio, pero no en el juicio. Obrad pues bien mientras tenéis luz, es decir, mientras vivís, porque no os sorprendan las sombras de la muerte. Ahora, ahora, podemos aplacar a Jesucristo, enmendando nuestra vida, abandonando la senda de los vicios y recobrando la gracia divina que perdimos por la culpa; porque cuando nos presentemos al juez, si nos encuentra en pecado, por lo mismo que es justo se verá precisado a hacer justicia, y no habrá remedio ninguno para nosotros.

¿De qué os servirá entonces haber nacido en el seno del cristianismo? ¿De que los sacramentos instituidos por Jesucristo para vuestra salvación? ¿De qué la sangre de Cristo derramada en el árbol sacrosanto de la cruz? De hacer más intolerables las penas del infierno, contemplando que pudisteis salvaros tan fácilmente, y os condenasteis por vuestra culpa. Despertad pues de ese letargo criminal en que os tiene adormecidos el demonio: volveos a Jesucristo a quien habéis abandonado por seguir a Lucifer; y él os recibirá de nuevo en su amistad, y os abrazará amoroso, como abrazó su padre al hijo pródigo del Evangelio, que volvió a la casa paterna cuando se vió perdido y sin recurso en el mundo, oprimido del hambre, y del gusano roedor de la conciencia".

Fuente: "Sermones abreviados para todas las dominicas del año", San Alfonso María de Ligorio, Tomo I, 1847. [Negrillas son nuestras.] / Imagen: "Last Judgement" por Hans Memling

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