El Evangelio (Mt 22,1-14) nos refiere la parábola de un rey que dispuso un convite para celebrar las bodas de su hijo, y habiendo llamado a los convidados, no quisieron asistir. Segunda vez envió otros criados, mas ellos no hicieron caso del aviso; antes bien algunos cogieron a estos criados, y los mataron. Entonces el rey envió sus ejércitos, exterminó a aquellos homicidas, y abrasó su ciudad. Mandó después a otros criados que saliesen a los caminos, y condujesen a cuantos encontrasen, malos y buenos. Entró después el rey a verlos sentados a la mesa, y como hubiese un hombre que no tenía vestido de boda, mandó a sus ministros que lo atasen de pies y manos, y lo arrojasen a las tinieblas exteriores.
Este rey que hace disponer las bodas de su hijo es figura de Dios Padre: el hijo representa a Jesucristo; el banquete de las bodas significa la doctrina del Evangelio y las gracias de que se alimentan las almas. Los primeros criados que fueron enviados representan a Moisés y los Profetas; los primeros convidados fueron los judíos, los cuales no quisieron creer en Jesucristo; los segundos criados que fueron enviados son los Apóstoles, quienes anunciaron a los judíos que todo estaba dispuesto para la redención y salvación de los hombres por la muerte de Jesucristo. Pero estos igualmente se descuidaron en acudir a las bodas; y en esto son figura de las gentes del siglo, que tienen el corazón de tal modo lleno de los negocios y placeres de la tierra, que absolutamente no piensan en su salvación. Aquellos a quienes mataron los segundos convidados son los Apóstoles, los cuales fueron muertos o por los judíos o por los gentiles, que no quisieron recibir la predicación del Evangelio. El ejército que el rey envió a exterminar aquellos matadores significa el de los romanos, quienes en la toma de Jerusalén hicieron una horrible carnicería en los judíos.
Lo que después se dice que el rey envió por todos los caminos a convidar a las bodas a cuantos encontrasen, significa que los Apóstoles y sus sucesores han sido enviados a todas las partes del mundo a predicar el Evangelio a toda suerte de personas. Los buenos y los malos reunidos en la sala de las bodas son los buenos y los malos cristianos que están en el gremio de la Iglesia. La entrada que el rey hace en la sala del banquete representa la visita que hará Dios en el día del juicio para examinar si habremos cumplido con las obligaciones de nuestra vocación. El vestido de boda que aquel hombre no tenía es la santidad de vida, necesaria para ser admitido en el cielo. Las tinieblas en que manda el rey arrojen a este hombre representan el infierno, a donde son precipitadas las almas de los condenados. Los llantos y el crujir de dientes nos indican el dolor y la rabia de las almas réprobas y condenadas a los eternos suplicios. Entre todas estas verdades me voy a detener, hermanos míos, en esta última, porque me he propuesto hablaros hoy de las penas del infierno: terrible castigo que debe hacernos temblar, y obligar a los pecadores a convertirse y hacer penitencia para no caer en este lugar de horror, en que Dios ejercitará su venganza sobre todos los que hubieren menospreciado sus santos mandamientos.
Bien sabido es por el Evangelio que los réprobos tendrán que sufrir en el infierno dos suertes de penas, puesto que en el juicio universal les dirá Dios: "Apartaos de mí, malditos": Discedite a me. Ved aquí la pena que se llama de daño, que es estar separados de Dios para siempre. Id al fuego eterno: ved aquí la pena de sentido, pues todos los sentidos tendrán que padecer el tormento del fuego. Digo primeramente que la pena de daño consiste en ser arrojados para siempre de la vista de Dios, de su amistad y de su compañía. ¿Concebís lo grande de esta pérdida y de esta desgracia? ¡Qué terrible es! De esto temblaba David cuando decía tan frecuentemente: "Dios mío, no me arrojes de tu vista, no me abandones": Ne projicias me a facie tua, ne derelinquas me. En efecto, perder a Dios es la pérdida del más grande bien que se puede imaginar, y este será el mayor suplicio de los condenados. Si cuando perdéis un peso duro os enfadáis, y mucho más si perdéis ciento, y todavía más si perdéis mil, ¿qué será pues perder el reino del cielo, la posesión de Dios, que es el centro de todos los bienes, perder un tesoro inmenso e infinito, y una dicha a la cual todas las almas tienen tanta propensión e inclinación? Porque a la verdad, fieles míos, mientras que nuestra alma está en el cuerpo se entretiene con los placeres de la vida, y la ocupan los negocios de la tierra; pero cuando está despojada del cuerpo no tiene cosa que la entretenga o que la disipe, no tiene persona con quien conversar, ni encuentra objeto a que pueda dedicarse; entonces conoce evidentemente la extrema necesidad que tiene de Dios, y la aptitud y capacidad que ha tenido de merecerle. Es verdad que el alma mundana que está sumergida en las cosas de la tierra, y que no teme sino lo que desagrada a sus sentidos, no está penetrada del temor de esta pena de daño; y así es menester ponerle delante de los ojos lo que padecerá en los cinco sentidos del cuerpo.
Primero. La vista será allí afligida, pues el infierno es un lugar de tinieblas y una sombra de muerte: Terra tenebrosa, et opería mortis calígine. Jamás veréis cosa que os pueda consolar ni poco ni mucho. Segundo. El oído será fuertemente atormentado, porque no se oirán sino gritos de desesperación, rugidos terribles, maldiciones y blasfemias. Tercero. El olfato será atormentado con una hediondez insoportable. El profeta Isaías dice que del cuerpo de aquellos infelices, después de la resurrección, saldrá un olor hediondo: De cadaveribus eorum ascendet foetor. Cuarto. El gusto, que es causa de que tantas gentes ofendan a Dios, será castigado de muchos modos; el más terrible es el de la sed. El rico avariento de quien se habla en el Evangelio es buen testigo; se os ha contado la historia, y quien la refiere es el Hijo de Dios, por lo que no os atreveréis a decir que es una fábula: él nos enseña las causas de su condenación; era rico, vestía magníficamente, se regalaba todos los días, y no daba limosna como debía. Siendo sepultado en el infierno después de su muerte, y atormentado en aquellas voraces llamas, grita que se le envié al pobre Lázaro, y que este moje un dedo en un poco de agua para refrescarle la lengua; pide este favor, y se le niega. El quinto sentido, que es el tacto, será atormentado por el fuego en todas las partes del cuerpo.
No podéis dudar que haya fuego en el infierno, a menos que pongáis también en duda el testimonio de las santas Escrituras, que testifican esta verdad en varias partes. En el profeta Isaías se dice: "¿Quién de vosotros podrá habitar con un fuego devorante y con unos ardores eternos?" En el Evangelio de san Marcos asegura el Hijo de Dios por tres veces que el fuego de los condenados nunca se apagará. En el Evangelio de san Mateo se refiere que dirá en el día del juicio: "Id, malditos, al fuego eterno". En el Apocalipsis se dice que la suerte de los réprobos será un estanque de fuego y de azufre ardiendo. Esta palabra eterno espanta y atemoriza mi espíritu, pues expresa una duración fija y permanente, y que no tiene fin. ¡Justicia de Dios, y qué terrible eres! Es menester que la malignidad del pecado sea muy grande cuando un Dios infinitamente bueno impone a su criatura una pena tan terrible y de tan larga duración.
Decid la verdad, amados hermanos míos; ¿creéis todas estas cosas? Conforme vivís, de la mayor parte de vosotros se diría que no las creéis. Sin embargo, debéis creerlas, porque el apóstol san Pablo expresamente nos asegura que todos los lujuriosos, los avaros, los dados al vino, los ladrones y los falsarios no tendrán parte alguna ni poseerán jamás el reino de Dios.
Pero ¿qué harán estos desventurados por un tan largo espacio de tiempo? Maldecirán a todas las criaturas que les han dado ocasión para que se condenaran; maldecirán la embriaguez, el juego, las concurrencias del baile, los lugares infames, y todo lo que contribuyó a su eterna desgracia. Hermanos míos, a vosotros y a mí nos toca trabajar con todas nuestras fuerzas para huir del pecado y alcanzar nuestra salvación; y a fin de evitar unos males tan terribles, meditad en ellos seriamente, vivid como verdaderos cristianos, pues este es el único medio para asegurar vuestra eterna felicidad, y ser del número de aquellos a quienes el Hijo de Dios dirá en el día del juicio : "Venid, benditos de mi Padre, a poseer el reino que está preparado para vosotros desde el principio del mundo". Y es lo que yo os deseo.
Acto de contrición:
Señor mio, Jesucristo,
Dios y Hombre verdadero, Creador, Padre y Redentor mío,
por ser Vos quién sois y porque os amo sobre todas las cosas, me pesa de todo corazón haberos ofendido;
propongo firmemente nunca más pecar,
apartarme de todas las ocasiones de ofenderos,
confesarme y, cumplir la penitencia que me fuera impuesta.
Ofrezco, Señor, mi vida, obras y trabajos,
en satisfacción de todos mis pecados, y, así como lo suplico, así confío en vuestra bondad y misericordia infinita,
me los perdonaréis por los méritos de vuestra preciosísima Sangre, Pasión y Muerte, y me daréis gracia para enmendarme, y perseverar en vuestro santo amor y servicio,
hasta el fin de mi vida.
Amén".
Fuente: "Colección de pláticas dominicales que para facilidad y descanso de los venerables curas párrocos y tenientes de cura, ha formado y reunido de los más clásicos autores D. Antonio María Claret y Clará" - Tomo 1, 1862 [Negrillas son nuestras.] / Imagen: Backagarfen - Licencia foto: CC0 Public Domain