El Evangelio en el capítulo 4 de San Juan, dice lo siguiente: “Había en Cafarnaúm un señor principal, cuyo hijo estaba enfermo. Este, habiendo oído, que Jesús venia de Judea a Galilea, fue a estar con él, y le pidió que se dignase ir a su casa a sanar su hijo, porque se estaba muriendo. Jesús le dijo: vosotros, si no veis milagros y prodigios, no creéis. El respondió: Señor, ven antes que muera mi hijo. Díjole Jesús: anda, que tu hijo está bueno. Creyó este hombre lo que le dijo Jesús, y. se fue a su casa persuadido de la curación del enfermo. En efecto, cuando ya estaba cerca, le encontraron sus criados, y le dijeron que su hijo estaba bueno. Preguntóles en qué hora se había hallado mejor, y le respondieron: ayer a la hora séptima, esto es, a la una del día, le dejó la fiebre. Y reconoció entonces el padre, que en aquella misma hora le había dicho Jesús: tu hijo está bueno. Y creyó en Jesús él y toda su familia. Este es el Evangelio.
En él se nos dan las más saludables instrucciones. Lo primero que aquí se nos manifiesta es, que las aflicciones y calamidades de esta vida presente, obligan imperiosamente a los hombres, (aun a los que parece están más apartados de Dios) a recurrir a su divina Majestad, a reconocer su omnipotencia, temer su justicia, e implorar con todo el corazón su misericordia. El Señor, de que se ha hecho relación, que era un oficial de la guardia del Rey Herodes, al llegarse a Jesucristo, nos instruye en estas lecciones. Bien se puede creer que jamás se hubiera acercado al Salvador, ni hubiera en él creído, si la enfermedad de su hijo no le hubiera forzado a recurrir a fin de implorar la salud de su hijo: y en esto se verificaron aquellas palabras de San Gregorio: los males que nos oprimen, nos impelen ir a Dios. Y el santo Rey David lo manifiesta con su ejemplo diciendo: Hallé la tribulación y el dolor, e invoqué el nombre del Señor. Lo segundo en que nos instruye este Evangelio, es el ejemplo de este militar, que de un hombre profano se convierte en un siervo fiel de Jesucristo, y atrae a la creencia de este Señor a toda su familia; y esto nos persuade, que los que tantas pruebas tenemos de la piedad de Dios por sus muchos beneficios, debemos acudir a él con una fe viva, y llena de confianza a pedirle el remedio de todos nuestros males. Esto nos manda hacer el mismo Jesús nuestro Maestro, cuando enseñando lo que debemos pedir a Dios, y del modo que debemos ejecutarlo, nos dio el modelo en la oración del Padre nuestro, poniendo por última de las peticiones que debemos dirigirle la que dice: Líbranos de mal. Para mejor inteligencia de esta petición voy a manifestar qué es lo que aquí pedimos, y lo veréis en la primera parte. De qué modo debemos hacer esta súplica, lo veréis en la segunda.
Primera parte,
Antes que expliquemos el verdadero sentido de esta petición del Padre nuestro, es necesario considerar, que toda la vida del hombre es, según Job, una continua guerra sobre la tierra. Que por haber perdido nuestro primer padre la inocencia, y justicia original, quedamos todos envueltos en la culpa , que nos hubiera conducido a todos al infierno, si Jesucristo no nos hubiera instituido un sacramento enriquecido con su santísima sangre, para darnos en él el perdón de este original pecado. Pero aunque se nos remite en el bautismo, quedamos con ciertas reliquias y penas que arrastramos todos los hombres. Quedamos con la ignorancia, la concupiscencia, y nuestro corazón inclinado al mal desde la infancia: quedamos expuestos al frió, calor, enfermedades, persecuciones, guerras, pobreza, desamparo, y todo género de tribulaciones, calamidades y miserias. Y así como de Egipto en el día de la salida de los hijos de Israel, dice la Escritura, que no había casa donde no hubiera muerto, así podemos decir, que apenas hay persona alguna que no tenga algún motivo de dolor y sentimiento. Un huracán, o torbellino arranca a uno los árboles que le daban sustento, o destruye el edificio de su habitación: una horrible tempestad asuela a otro las mieses que iba a depositar en su granero: una enfermedad maligna postra a aquel en el lecho de su dolor: la muerte arrebata a este el padre que había de sustentarle: un enemigo oculto acecha a otro para quitarle la vida: las guerras... pero no nos cansemos; rodeados estamos de males, y el mundo, demonio, y carne hacen sus esfuerzos para llevarnos al precipicio y a la desesperación , y son causa de que pierdan la gracia, los que no están en las tribulaciones afianzados con la resignación, y la paciencia.
Señor, decimos en medio de tantas tribulaciones, líbranos de mal; palabras, dice San Agustín, que son de una extensión tan grande , que comprenden todo lo que puede pedir un cristiano en cualquiera suerte de aflicción que pueda tener, y todo lo que puede ser motivo de sus lágrimas y oraciones. Por tanto, es de muchísima importancia esta oración, y última petición del Padre nuestro. El mismo Jesucristo que nos la enseñó a hacer, usó de ella al tiempo de partir al Padre, cuando rogándole que mirase por el bien, y salud de los hombres, le dijo: Te ruego que los guardes del mal (Jn 8), y aunque esta petición parece que se confunde con otras de la misma oración del Padre nuestro, no es así, pues tiene esta alguna especialidad de que carecen las otras. Por ejemplo, la segunda dice: Venga a nos tu Reino, y aunque es verdad que esta de que hablamos pide a Dios que nos libre de los males que pueden hacernos perder este reino de Dios, que es su gracia, y aun su gloria, y por eso ambas parece miran a un mismo fin; sin embargo es de distinto modo. La segunda tiene por objeto inmediato a Dios, y esta otra a nosotros, mismos en cuanto pedimos nos libre el Señor de todos aquellos males, que pueden ser obstáculo para unirnos a su divina Majestad, y disfrutar su gloria. También es diversa esta petición de la quinta, en que pedimos se nos perdonen nuestros pecados, y la sexta, que no nos deje caer en la tentación: estas dos peticiones se ordenan a que se nos libre del mal de la culpa, y esta séptima, del mal de la pena que merecen nuestras culpas. Bien podemos decir, que en esta última petición hacemos como un resumen, de cuanto anteriormente teníamos pedido al Señor en las demás súplicas. En este sentido, la Iglesia verdadera madre nuestra, hace decir al sacerdote en el canon de la Misa, después del Pater noster y respuesta del pueblo más líbranos de mal, la siguiente oración, que viene a ser como una repetición o compendio de todo el Padre nuestro, especialmente de las tres últimas peticiones: Libradnos, Señor, te suplicamos, de todos los males pasados, presentes, y futuros, y concedednos la paz en nuestros días, a fin de que asistidos del socorro de vuestra misericordia , no seamos jamás esclavos del pecado , ni agitados por turbación alguna. Los males pasados son las culpas que hemos cometido, los presentes son todo cuanto nos puede inducir al pecado, y los futuros todas las consecuencias y penas del pecado.
Estos son los males que nos afligen, y de estos pedimos nos libre el Señor. Libradnos, Señor, pedimos, de la agua, del fuego, del rayo, de la piedra, de la carestía de sustento, de las sediciones, de las guerras. Libradnos igualmente de aquello que no tienen por malo los hombres, como son las riquezas, los honores, la salud, la robustez, y hasta de la misma vida, si todo esto ha de contribuir a nuestra perdición, y a la ruina de nuestras almas: esto es: libradnos de todo aquello, que vos con vuestra sabiduría infinita conocéis nos es perjudicial, sea próspero o adverso al parecer. Libradnos también, decimos, de una muerte imprevista, no sea que preocupados de ella en pecado, seamos eternamente infelices. Libradnos de irritar vuestra divina justicia con nuestras acciones, incitándoos a descargar sobre nosotros los golpes de vuestra justa venganza. Libradnos, ¡oh! ¡Y con qué veras lo pedimos! Libradnos del terrible mal de las penas del infierno; de aquel lugar, de donde sin esperanzas de salir, sobre padecer tormentos indecibles, no podremos alabar ni bendecir vuestro santísimo nombre, digno de eternas alabanzas. Libradnos también del mal del Purgatorio, dándoos auxilios para satisfacer en esta vida las penas que por nuestras culpas merecemos, a fin de evitar aquel fuego purificador compuesto de los mayores tormentos.
Todo esto, y mucho más pedimos con solas estas palabras, líbranos de todo mal. Y sobre todo, siendo el demonio el mayor de todos los males, y que por antonomasia se llama en la Escritura santa, el malo, el maligno, como que es et autor de todos los males, y del pecado mismo; pues todos los acarrea, según San Juan Crisóstomo, pedimos a Dios, que le tenga aprisionado con las cadenas con que lo aseguró el Ángel del Apocalipsis, para que no nos tiente con males exteriores, que nos perturben el espíritu y nos precipiten a la culpa. No pedimos absolutamente que nos libre de las asechanzas del demonio, porque muchas veces, según manifesté otro día, nos es útil y provechosa la tentación, y aun vejación de este espíritu maligno, sino que nos dé el Señor resistencia a sus ataques para salir victoriosos de sus furias. Le pedimos también que no permita que tome posesión de nuestros cuerpos, haciéndonos energúmenos, y exponiéndonos a innumerables males, que de esta posesión suelen seguirse. Es menester advertir, que el demonio es un ministro de justicia de quien se vale el mismo Dios para castigar a los pecadores, en cuyo sentido, se puede decir con San Juan Damasceno: que Dios es quien da a los hombres todos los males que padecen a causa del pecado. Por eso decía el profeta Amos: ¿Habrá mal alguno en la ciudad, que no venga del Señor? Y así, a solo Dios debemos pedirle nos libre de los males que nos proporciona el demonio; pues proviniendo todos de orden, y disposición del Ser supremo, él solo es capaz de libertarnos de ellos.
El considerar, que de Dios vienen los males, debe excitarnos a recurrir a su divina Majestad por el remedio de todos. No es decir, como ya tengo explicado en otra parte, que despreciemos aquellos medios humanos, que el mismo Dios nos ha inspirado para el socorro de nuestras angustias Pongo algunos ejemplos: nos aflige el Señor con guerras, debemos pelear contra nuestros enemigos, valiéndonos de todos los arbitrios lícitos que nos aseguren el triunfo; pero con todo debemos pedir a Dios (que es el que da la victoria a los dignos) nos libre de este mal, que lo es para toda la patria. Sin embargo de que Moisés levantaba las manos al cielo, implorando librase el Señor a su pueblo de sus adversarios, no por esto los ejércitos comandados por Josué, dejaban las armas de la mano. Experimentamos hambre y carestía del alimento necesario, debemos pedir el sustento a aquel Señor que mantiene las aves del cielo, que ni siembran, ni siegan, ni recogen en graneros; pero estamos obligados a sembrar y trabajar para librarnos por nuestra parte de los males que de la hambre se nos pueden originar, mirando siempre a Dios como el único que nos puede salvar de esta angustia; pues nada hace, dice San Pablo, el que siembra, nada el que riega, si Dios no da el incremento a las plantas. Nos vemos postrados en el lecho del dolor, oprimidos de la enfermedad; debemos pues pedir nos libre de los corporales accidentes, porque en su mano está, según David, la enfermedad y la salud, la vida y muerte de los hombres: estamos no obstante obligados a poner los medios para la salud del cuerpo, llamando al médico, y tomando aquellas medicinas que se juzgan oportunas para librarnos de nuestras dolencias, aunque siempre con respecto a Dios, que como dice el Espíritu Santo (Si 38), crió en la tierra los medicamentos: es decir: que las yerbas y remedios tienen virtud para sanar, porque el mismo Autor de la naturaleza se les ha comunicado. Así podíamos ir reflexionando; pero basta lo dicho para que estemos asegurados de lo que incluye esta séptima petición del Padre nuestro. ¿Y de qué modo debemos hacer esta súplica? Lo diré en la
Segunda parte.
Explicado el verdadero sentido de esta petición, síguese explicar las disposiciones que debe tener nuestra alma para hacerla a Dios de un modo que nos sea fructuosa. Dos cosas deben acompañar a esta súplica, 1) Confianza en Dios. 2) Resignación en su divina voluntad. Confianza en Dios. (...) El mismo Dios, que es el que puede librarnos de los males que padecemos, es el que nos manda pedirle, y nos manifiesta del modo con que debemos hacerlo, diciéndonos: así habéis de orar: líbranos de mal. ¿Y esto no nos debe infundir la más firme confianza de alcanzarlo? Esta confianza se aumenta, si consideramos la prontitud con que el Señor, lleno de beneficencia, ha socorrido a sus siervos, cuando humildemente le pedían les librase de los males que les atormentaban. Infinitos ejemplares tenemos de esto; en los que no podemos poner la menor duda, porque las divinas e infalibles Escrituras nos lo manifiestan. Los primeros patriarcas de la ley antigua ya empezaron a experimentar los efectos de la benéfica providencia del Señor, librándolos este de los males que les ocasionaban sus enemigos. A Jacob, y los suyos los libró de manos de los Siquemitas, infundiendo su terror a todas las ciudades vecinas a Siquen, que no se atrevieron a perseguirlos en su retirada (Gn 35). Cuando por odio a la Religión, hizo Nabucodonosor arrojar a las llamas a Ananías, Azarías y Misael, les libró el Señor del incendio, y en medio de las llamas de un horno siete veces más encendido de lo que se acostumbraba encender.... andaban libremente alabando a Dios, y bendiciendo al Señor. A Susana, acusada injustamente de un crimen, del que solos sus acusadores eran los delincuentes, el Señor la libra de las piedras de los moradores de Babilonia, a que había sido sentenciada. A Daniel, condenado por un monarca impío a ser devorado por los leones, oye el Señor su súplica, y le libra de aquel mal, y le protege de un modo milagroso, enviando un Ángel que cerrase las bocas de las fieras para que no le dañasen. Esto sería interminable. Dios es benigno, y misericordioso para todos los que le invocan como deben, y Abraham, Isaac, Jacob, José, David, en fin, todos los justos clamaron, y el Señor los oyó y libró de todas sus tribulaciones (Sal 34).
Todos estos ejemplos, y otros innumerables que podrían exponerse, deben infundir en nuestras almas una grande confianza en la bondad e infinita piedad de Dios, que usando de sus antiguas misericordias nos librará de todo mal, cuando con espíritu de religión se lo pidamos. El mismo es el Dios de ayer, que el de hoy, el de los siglos pasados, que el de los presentes y futuros, y si a sus siervos, que en las anteriores edades invocaron su nombre, les libró de los males que sufrían, o temían sufrir, ¿por qué hemos de desconfiar de recibir igual consuelo? ¿No es nuestro Padre? Con este título nos mandó Jesucristo llamarle al empezar la oración del Padre nuestro. Pues si es Padre, ¿mirará con indiferencia los males de sus hijos? ¿Qué padre, dice Jesucristo, dará piedras al hijo que le pide pan, ni escorpiones al que le pide peces? Esto es, si a un padre le pedimos con confianza, que nos libre de las miserias, no solo temporales, pero mucho más espirituales, ¿se hará sordo al eco de nuestros clamores, y nos dejará oprimidos del peso de nuestros males? No por cierto: por eso al hacer esta súplica al Señor, debemos ejecutarla con una firme confianza de alcanzar lo que pedimos.
Pero no basta esto: es necesario, que estemos resignados y conformes con la divina voluntad, aun cuando no consigamos el logro de nuestras peticiones. Dios, que penetra lo más oculto y escondido de nuestros corazones, sabe mejor que nosotros mismos lo que realmente nos conviene. El fin para que nos crió fue para salvarnos, que es para reinar con él eternamente en la gloria; y a esto debe dirigirse toda nuestra vida temporal. Nosotros ignoramos los medios que tiene dispuestos el Señor para que consigamos el último fin, que es la vida eterna: y muchas veces por caminos ásperos y desabridos quiere que peleemos varonilmente para conseguir la corona de justicia. Siendo cierto esto; supongamos, que Dios, cuya providencia no falta, tiene decretado que un hombre alcance su salvación viéndose como Job, cubierto de llagas asquerosas, despreciado de sus amigos, y aun de sus mayores interesados: o que se vea tan pobre como Lázaro, haciendo que todos sean insensibles a su indigencia: o que como el inocente David se vea siempre perseguido y calumniado por sus enemigos, ¿os parece, hermanos míos, que por más que este hombre pida continuamente a Dios, que le libre de la enfermedad , o de la pobreza, o de la persecución, se lo concederá el Señor, sabiendo que esos trabajos son el instrumento con que ha de labrar su felicidad eterna? Esto es lo mismo que Jesucristo nuestro Salvador dijo a aquellos dos discípulos, que en el camino de Emaus, se quejaban a su Maestro resucitado (sin conocerle) de lo que le habían hecho sufrir los príncipes de la Sinagoga, hasta crucificarle en un madero. ¿Por ventura, les dijo, no era conveniente que Cristo padeciese todo esto, para entrar por este medio en su gloria? No debe, pues, a vista de esto, ser el siervo sobre su Maestro. Este hizo oración al Padre Eterno para que le librase del amargo cáliz, que iba a beber hasta las heces en su pasión dolorosa; con todo, no le oye el Padre no le libra de este mal, porque no convenía sino que padeciera. Pero el mismo Salvador nos dio ejemplo de lo que debemos hacer en lances semejantes, que es conformarnos con la divina voluntad, y decir con el mismo Jesús: No se haga Señor como yo quiero, sino como tú quieras.
Un gozo grande debe llenar nuestra alma y cuando pidiendo Dios nos exonere de algún mal, no nos oye, o no despacha a nuestro gusto la súplica; pues es una señal cierta de que el mal, de que queremos librarnos, nos es útil para el fin dichoso para que nos tiene destinados. Por eso decía el Apóstol San Pablo: El gozo no cabe en mí, cuando me veo lleno de tribulaciones. Lo cierto es, según el mismo Apóstol, que el que está predestinado para el cielo, lo está también para ser conforme con la imagen de Jesús, pobre, desautorizado, perseguido, atormentado, y aun tentado al mal (aunque sin pecado) por satanás en el desierto En fin, nuestro Señor Jesucristo fue el varón de dolores, y conoció por experiencia las enfermedades. ¿Qué gloria, pues, para un cristiano asemejarse a su cabeza Cristo, padeciendo con gusto aquellos males que el Señor le dispensa, y de los que por su bien no quiere exonerarle, aunque con instancia se lo pida?
No es decir por esto, que no debemos pedir a Dios que nos libre de ellos; no por cierto: él mismo nos lo manda pedir; pero es indispensable que unamos a esta petición una santa conformidad con el divino beneplácito, y que al ver que niega lo que le suplicamos, vivamos persuadidos que nos es muy provechosa su repulsa. Lejos de nosotros, hermanos míos, forcejar contra la espuela que nos mortifica, ni menos revelarnos contra el Señor, que si nos hiere, no quiere lastimarnos, y los males que permite nos aflijan, son joyas preciosísimas con que va labrando nuestra corona. Por ningún mal de la tierra, debemos dejar de amar a Dios con todo nuestro corazón; pues si los permite, no es para nuestra destrucción, sino para nuestra dicha. Esto nos lo enseña San Pablo cuando decía a los romanos: Estoy seguro, que ni la muerte, ni la vida, ni los ángeles, ni los principados, ni la tribulación, ni criatura alguna, nos podrá jamás apartar del amor de Dios. Gravad en vuestras almas esta doctrina, y por más que el Señor os niegue el libertaros del mal que os contrista y acobarda, someteos gustosos a su divina voluntad, no desviándoos por eso de su amor, y cumplimiento de su ley. Con la confianza en la bondad y misericordia del Señor, y la resignación en su divina voluntad, se hará vuestra súplica digna de las atenciones, y aun cuando no alcancéis lo que pedís, será por ser su logro perjudicial a vosotros mismos.
Eso es Padre mío amantísimo, lo que yo ejecutaré en adelante. Si me veo oprimido de pobreza, de enfermedades, contradicciones, y de cualquiera otro mal terreno acudiré a vos con la mayor confianza; pues sé que de vos me ha de venir todo mi bien. Pero yo no pediré más, sino que me libréis de aquello que sabéis es malo para mi alma. Pierda yo todo el mundo, como aquella no padezca detrimento, y lluevan sobre mi todos los males, dignándoos Dios mío, darme paciencia para tolerarlos, y vuestros divinos auxilios para conseguir la gloria eterna. Amen".
Fuente: "Colección de pláticas dominicales" - Tomo 3, 1862 [Negrillas son nuestras.] / Licencia imagen: Jesper Noer - CC0 Public Domain