"En esta meditación se ha de presuponer la verdad de nuestra fe, que todos los hombres, como dice san Pablo (II Cor. v, 10), hemos de ser presentados ante el tribunal de Cristo para que cada uno de razón de lo que hizo viviendo en este cuerpo, así de lo bueno como de lo malo; y este juicio se hace invisiblemente después de la muerte, porque (Hebr. ix, 27): Statutum est hominibus semel mori, et post hoc iudicium. Decreto es de Dios infalible, que todos los hombres mueran, y después se siga el juicio; y como ninguno se escapa de lo primero, tampoco de lo segundo. Ante este tribunal de Cristo me tengo de presentar en la oración, imaginando a este soberano Juez sentado en trono de fuego, como le vió Daniel (c. vii, 9), para representar la terribilidad de su ira contra los malos, o en trono blanquísimo de luz muy resplandeciente, como le vió san Juan (Apoc. xx, 11), para representar su infinita sabiduría y pureza, y la clemencia que tiene con los buenos; y de ambas figuras me puedo aprovechar al modo que se verá en el punto que se sigue.
Punto Primero. 1. Lo primero, se han de considerar las personas que asisten en este juicio, mirando las calidades y semblantes de cada una. Estas son por lo menos cuatro. La primera, es el alma que ha de ser juzgada, la cual estará sola, desnuda de su cuerpo y de todas las cosas visibles, vestida solamente de sus obras. Porque aunque se hallen a la muerte muchos deudos y amigos y muchas personas religiosas; pero en el punto que sale del cuerpo, ninguno le puede hacer compañía, ni favorecerla. Tan sola estará el alma del rey como la del labrador, la del rico como la del pobre, la del letrado como la del idiota; porque las dignidades y riquezas se quedan acá; y aunque tenga consigo las ciencias, no se hace allí caso sino de las obras (Apoc. xiv, 7), por donde veré cuán gran desatino es procurar con tanta solicitud lo que no me puede ayudar en aquel trance, con pérdida de lo que más me importa.
2. A los dos lados del alma, como se saca de la divina Escritura (Zach. iii, 1; Psalm. cviii, 6; D. Greg. hom. 39 in Evang.), estarán por lo menos el Ángel de la guarda y el demonio, con diferentes semblantes, conforme a los barruntos que tienen de lo que ha de suceder. Puedo imaginar, que a los malos asiste el demonio a su mano derecha, muy alegre por la presa que espera, y el Ángel al lado izquierdo con un semblante triste por la pérdida que teme: al contrario será en los buenos, pero siempre el demonio estará con su semblante feroz y horrendo. La cuarta persona es el Juez, que es el mismo Dios, el cual ha de hacer este juicio invisiblemente, aunque dará señales de su presencia imprimiendo terrible miedo y horror en el malo, y paz y consuelo en el bueno. Y como es infinitamente sabio, no puede engañarse en lo que juzga; y como es sumamente bueno, no puede torcer de la justicia; y como es todopoderoso, ninguno puede resistir a su sentencia; y como es supremo Juez, no hay de su tribunal apelación ni suplicación, y su sentencia siempre es definitiva e irrevocable; porque, como todo lo que se puede ver en este pleito, lo ve y comprende en la primera vista, es superflua la revista.
3. Ponderando estas cosas, imaginaré que mi alma está delante del tribunal de un tan recto Juez, como es Dios nuestro Señor, para ser juzgada; y un rato considerando mis pecados para moverme a temor, miraré al Juez indignado contra mí, con un rostro severo y un ánimo inexorable, y miraré a Satanás que está a mi lado derecho muy contento y como victorioso, aplicándome a mí lo que dice el real profeta David (Psalm. cviii 6): Prevalezca el pecador contra él, y el diablo esté a su mano derecha: cuando fuere juzgado, salga condenado, y la oración que hiciere aumente su pecado. Otro rato, para moverme a confianza, miraré al Juez benigno para conmigo con un rostro amoroso y apacible, y al Ángel de mi guarda a mi lado derecho alegre por mi victoria, imaginando que está diciendo en mi favor contra el demonio lo que refiere el profeta Zacarías (Zach. iii, 2): Reprímate el Señor, o Satanás, reprímate el Señor. ¿Por ventura este pobrecito no es un carbón sacado del fuego para que no se acabase de quemar? Pues ¿qué le quieres? o justísimo Juez y misericordiosísimo Padre, confieso que soy carbón negro y feo, por mis culpas, medio abrasado con el fuego de mis pasiones. Lávame, Señor, y blanquéame con el agua viva de tu gracia, y con ella mata este fuego que me quema, para que el día de la cuenta el demonio me deje, y el Ángel me ampare; tu misericordia me reciba, y tu justicia me corone. Amén.
Punto Segundo. 1. Lo segundo, se ha de considerar el tiempo y lugar en que se hace este juicio. El tiempo es el instante de la muerte; porque dado caso que por especial dispensación de Dios se haya visto comenzar visiblemente un poco antes de la muerte en varios casos que han sucedido para nuestro ejemplo (S. Juan Clim. c.7; S. Greg. IV Dialog. c. 37); pero de ordinario se hace invisiblemente en el mismo instante que el alma deja de informar su cuerpo, sin dilación alguna. Y en el mismo momento se concluye todo el juicio, se hace la acusación, y se da la sentencia y se ejecuta. Este momento he de traer siempre delante mis ojos, como principio que ha de ser de mis bienes o males eternos, diciendo: O momentum a quo aeternitas. O momento de donde comienza la eternidad, ¿Quién se puede olvidar de tí sin grande peligro? y ¿Quién se puede acordar de tí sin grande espanto? Acuérdate, o alma mía, de este momento, y procura no perder un momento de tiempo, pues en cada uno puedes merecer la vida que siempre ha de durar.
2. El lugar de este juicio es donde quiera que le coge la muerte a cada uno, sin que haya necesidad de ir al valle de Josafat, ni a otro lugar señalado; porque como el Juez está en todo lugar, así en todo lugar tiene su tribunal y hace este juicio, en la tierra y en el mar, en la cama y en la plaza, para que en todo lugar tema, pues no sé si aquel será el de mi juicio. Y porque la muerte mas ordinariamente sucede dentro del aposento y en la cama, cuando estoy en estos lugares he de imaginar algunas veces que allí está el tribunal y trono de Dios para juzgarme, y el Ángel bueno y malo para asistir al juicio, porque este santo pensamiento refrenará las demasías de la carne que brotan con la soledad del lugar.
3. De estas dos consideraciones he de sacar un grande temor de ofender a Dios, porque quizá el tiempo y lugar en que hago este pecado será también el tiempo y lugar en que Dios haga su juicio; como la mujer de Lot (Genes, xix, 26), que en el mismo punto y puesto que volvió a mirar a Sodoma, se convirtió en estatua de sal. Y como dice san Pablo (I Cor. xi, 29), que quien come indignamente el cuerpo de Cristo nuestro Señor, come juicio para sí; así cuando bebo la maldad como agua (Job, xiv, 16), bebo juicio para mi alma, y quizá la bebida será tan mortal, que al punto se ejecute este juicio.
Punto Tercero. 1. Lo tercero, se ha de considerar la tela y orden de este juicio; esto es, los acusadores y testigos, la probanza y examen riguroso que se ha de hacer de todas mis obras para juzgarme según ellas. Primeramente, los acusadores serán tres : el primero será el demonio, a quien san Juan (Apoc. xii, 10) llama acusador de nuestros hermanos, cuyo oficio es acusarlos delante de Dios de día y de noche; pero en este juicio postrero con mayor odio y rabia me acusará de todos los pecados que hice por su persuasión, consintiendo a sus tentaciones, y aun añadirá falsas acusaciones, no mas que por sospechas, así porque no conoce las intenciones, como porque su ira y malicia le ciegan para que tenga por verdadero lo que es falso. Por tanto, alma mía, resiste siempre al demonio y no admitas cosa suya, para que cuando venga a juicio contra tí no halle cosa propia de que asirte ni culpa verdadera de que acusarte. El segundo acusador será la propia conciencia de cada uno, la cual también será testigo y valdrá por mil, porque sus pensamientos darán latidos contra nosotros; y ellos, como dice el Apóstol (Rom. ii, 15), nos han de acusar o defender en aquella hora. Y como en la confesión yo mismo de mi voluntad soy reo, acusador y testigo contra mí, para que me absuelva el sacerdote; así entonces lo seré por fuerza, para que me juzgue Dios, y condene por lo que acá no hubiere perdonado.
2. Finalmente, el mismo Ángel de la guarda será el tercer testigo y en cierto modo acusador contra mí, por las rebeldías que tuve a sus inspiraciones y consejos. De donde sacaré lo mucho que me importa consentir siempre con las inspiraciones y buenos dictámenes de estos dos fieles compañeros, conciencia y Ángel, y rendirme a ellos cuando en esta vida me acusan y reprenden, porque después en la otra no me condenen, conforme al consejo de Cristo nuestro Señor que dice (Matth. v, 25): Consiente de presto con tu adversario, cuando andas con él por el camino y vas a parecer delante del príncipe (Luc. xii, 58), porque si entonces no te compones con él, te entregará al juez, y el juez al verdugo, y te echará en la cárcel, de la cual no saldrás hasta pagar el postrer maravedí. O Príncipe del cielo, a cuyo tribunal camino para ser juzgado; concédeme que tome tu consejo saludable, consintiendo siempre con estos dos buenos adversarios, para que, libre de la culpa, lo sea también del verdugo y cárcel eterna. Amén.
3. Pero sobre todo, he de ponderar el examen rigurosísimo del mismo Juez, en el cual hay dos cosas terribles: La primera es de ser universal de todas mis cosas, haciéndome cargo de todos los pecados de obra, palabra y pensamiento, aunque no sea mas que ocioso (Matth. xii, 36); y de las omisiones y negligencias de mi vida, de la ingratitud y mala correspondencia que tuve a los beneficios divinos, así generales como especiales, como son Sacramentos, inspiraciones, etc. Además, me hará cargo de las malas circunstancias que mezclé con mis buenas obras. Pues por esto dice (Psalm. Lxxiv, 3), que cuando llegue su tiempo, juzgará las mismas justicias, haciendo muy riguroso examen de las obras que parecen buenas. La segunda propiedad de este examen es, que será evidente al mismo examinado; porque la probanza de todos los cargos será una luz clara con que descubrirá Dios a mi alma todos sus pecados, sin dejar ninguno; aun los que tenia olvidados o pensaba que no lo eran. Y por esto dice por un Profeta (Sophon. i, 12), que escudriñará a Jerusalén con candelas; que es decir, no solamente juzgaré a los malos que viven en Babilonia, sino a los justos que viven en Jerusalén; y encenderé tanta luz para escudriñar sus almas, que ellos mismos vean los rincones de sus conciencias. ¡Oh qué afligida se hallará mi pobre alma con tan estrecho y riguroso examen! oh qué asombrada quedará con la evidencia de tan cierta y clara probanza! O Dios eterno, no entres en juicio con tu siervo; porque ninguno de los que viven, será en tu presencia justificado. Teme, oh alma mía, aunque no halles en tí culpas graves; porque quien te ha de examinar y juzgar es Dios (I Cor. iv, 1), que ve mas que tú y las puede hallar. Examínate con el mayor rigor que pudieres, y haz juicio riguroso de tí por las culpas que hallares (I Cor. xi, 31); porque si te juzgas con dolor, no serás mas juzgada para tu condenación.
4. Últimamente, he de ponderar que en este examen también descubrirá Dios al alma justa todas sus buenas obras, palabras y deseos, y aun las que tenia olvidadas, o dudaba si habían sido buenas. Allí verá sus obediencias y penitencias, sus oraciones y mortificaciones , alegrándose mucho con esta vista; pues por esto dijo la voz del cielo (Apoc. xiv, 13), ser bienaventurados los muertos que mueren en el Señor, porque sus obras irán con ellos. Y con esta consideración, comparando el examen de buenos y malos, me animaré a vivir tal vida, que en el postrer examen sea de Dios aprobada.
Punto Cuarto. 1. Lo cuarto, se ha de considerar como Cristo nuestro Señor, en el instante de la muerte, por su justa sentencia priva y desnuda a la miserable alma del pecador de las gracias y dones sobrenaturales, que le habían quedado después del pecado, para que sin ellas entre en el fuego del infierno. La terribilidad de esta sentencia, y la pena que el condenado padecerá en este trance, puedo ponderar lo que sucede a un sacerdote que ha hecho un delito, por el cual merece ser quemado; y por no afrentar la dignidad sacerdotal con tan infame castigo, le degrada primero un obispos quitándole una por una las vestiduras sacerdotales, diciendo : Pues te hiciste indigno de la honra de sacerdote, te quitamos la vestidura sacerdotal y te privamos de la honra que tenias, y así degradado, le relajan al brazo seglar y ejecutan en él la pena de fuego que merece. De esta manera puedo imaginar que Cristo nuestro Señor (I Petr. ii, 25), obispo y pastor de nuestras almas, degrada el alma del pecador, a quien dió en el Bautismo la dignidad del sacerdocio espiritual, y le adornó con vestiduras sacerdotales, privándole de ellas, porque con el pecado se hizo indigno de esta honra, desnudándose él mismo la principal vestidura de la gracia y caridad.
2. Lo primero, en aquel instante le quitará Dios la lumbre de la fe, que era su espiritual cíngulo, diciéndole: Porque te hiciste indigno de este cíngulo y no te ceñiste con él, ajustando la vida con lo que creías, yo te le quito para que permanezcas en perpetuas tinieblas, atado de pies y manos. Luego le quitará la virtud de la esperanza, diciéndole: Porque te hiciste indigno de esta virtud, por no aprovecharte bien de ella, yo te quito la esperanza de las ayudas que te había ofrecido para llevar el yugo suave de mi ley, y la estola y prendas de inmortalidad y vida eterna que te había dado, y te arranco el manípulo del llanto y penitencia para que no esperes de mí perdón de pecados, y te desnudo el amito de mi protección para que nunca mas goces de ella. También le quitará las gracias gratis dadas, que tuviere de profecía y hacer milagros, diciéndole: Porque te hiciste indigno de estas gracias, usando de ellas para tu honra vana, atropellando mi santa ley, yo te despojo de ellas y de todo lo que fuere gracia, porque para tí no habrá ya sino rigor de justicia. De esta manera quedará la desventurada alma con infame desnudez, cumpliéndose en ella la terrible amenaza de Ezequiel (Ezech. xxiii, 26): Te desnudarán todas tus vestiduras, te quitarán los atavíos de tu gloria, y te dejarán desnuda y llena de confusión. ¡Oh qué terrible confusión padecerá la desventurada alma, cuando se vea desnuda de lo que antes la adornaba! Oh Redentor del mundo, príncipe de los pastores y obispo de nuestras almas, no degrades ni desnudes la mía de las vestiduras que la diste en el Bautismo: vísteme de nuevo con la vestidura de tu gracia, que yo perdí por mi culpa, para que pueda librarme de esta desnudez y confusión eterna.
3. Luego he de ponderar, como el alma se queda con una de estas vestiduras, que es el carácter o señal del Cristianismo, que la dieron en el Bautismo, y el de la Confirmación y Sacerdocio (D. Thom. 3 p. q. 63, art. 5 ad 3), si recibió estos dos Sacramentos; pero esto será para su mayor tormento, porque los paganos y moros, que estuvieren con el cristiano en el infierno, mirando la señal del edificio que comenzó y no acabó, mofarán de él, diciéndole: o loco y desatinado, que tuviste tanto bien en las manos y le dejaste perder por tu culpa, ¿Cómo no acabaste tu edificio, pues tantas ayudas tuviste para ello? Si nosotros fuéramos cristianos, procuráramos huir de la miseria que tenemos: ¿Quién te engañó y te trajo con nosotros?
4. Finalmente, el ánima será desnudada de las virtudes morales y políticas que en esta vida ganó (D. Thom. in addit. q. 98, art. 1 ad 3, ibid. art. 7); quedará sin prudencia, ni justicia, ni fortaleza, ni otra alguna; y si la dejaren algunas ciencias que adquirió con su industria, será para mayor pena por no haber negociado con ellas la ciencia que la había de librar de tanta miseria. De este modo se cumplirá en ella aquella temerosa sentencia de Job (c. xx, 14): El pan que comiere se convertirá dentro de su vientre en hiel de áspides, vomitará las riquezas que tragó, y se las sacará Dios por fuerza. o alma mía, mira no vomites por tu voluntad las riquezas de la gracia y caridad que recibiste; porque después te harán vomitar por fuerza la fe y las virtudes que ganaste; y las ciencias que ahora ganas con deleite, se convertirán en hieles de áspides para atormentarte. Estos son los frutos principales que he de sacar de estas consideraciones, procurando negociar con los talentos que Dios me hubiere dado, porque el día de la cuenta no me los quite Dios como al siervo perezoso (Malth. xxv, 28), dejándome solamente aquellos que como áspides y dragones han de morder mi corazón cruelísimamente, por lo mal que me aproveché de ellos.
Punto Quinto. Lo quinto, se ha de considerar la última sentencia que en el mismo instante de la muerte pronuncia Cristo nuestro Señor contra el pecador, intimándosela con una voz interior y espantable, diciéndole a solas las palabras que dirá después a todos los malos en el juicio universal: Apártate de mí, maldito de mi Padre , al fuego eterno que está aparejado para Satanás y sus ángeles, que es decir: Vete de aquí, abominable pecador, que no mereces estar en mi presencia, ni entrar en mi gloria: vete al fuego eterno que tus pecados merecen, en compañía de Satanás, a cuyo brazo infernal te relajo, para que te lleve consigo. Dada esta sentencia, en el mismo instante desampara Dios al alma, y el Ángel de la guarda se va, diciéndola, como a Babilonia (Jerem. LI, 9): Harto hice por curarte, procurando tu salvación, y no quisiste; pues yo te dejo en poder de quien tomará de tí la venganza que tu rebeldía merece. Y al mismo punto, con grande regocijo, arrebatará el demonio la desventurada alma, sin admitir ni oir suplicaciones ni ruegos, y dará con ella en los infiernos. De suerte que el pecador, en un abrir y cerrar de ojo, desde la cama donde estaba con gran regalo, rodeado de muchos amigos y parientes, muere, como dice Job (c. xxi, 13), en un punto, con muerte al parecer dichosa y sosegada; pero en el mismo punto baja al infierno, pasando de un extremo de bienes temporales a otro extremo de males eternos. ¡Oh qué sentirá la desventurada alma en aquella primera entrada en el infierno, cuando vea lo que dejó y lo que halla; cuando vea y sienta la cama de fuego, los colchones de gusanos (Isai. xiv, 11), la compañía de demonios y los demás tormentos, sin esperanza de salir de ellos! O justo Juez, ten misericordia de mí: El cum veneris judicare, noli me condemnare. Cuando vinieres a juzgar, no me quieras condenar. ¡Oh alma mía, teme esta sentencia de condenación eterna, y vive de manera que merezcas ser libre de ella!.
Punto Sexto. 1. Lo sexto, se ha de considerar la sentencia que se dará al justo, diciéndole invisiblemente Cristo nuestro Redentor con una voz amorosa (Matth. xxv, 34): Ven, bendito de mi Padre, a recibir el reino que te tengo aparejado desde el principio del mundo. Ven, o siervo bueno y fiel, alégrate; que pues fuiste fiel en pocas cosas, yo te daré posesión de muchas: entra en el gozo de tu Señor. Y al mismo punto el demonio se va corrido, y el Ángel de la guarda recibe el alma, acudiendo otros Ángeles para acompañarla, como acudieron por el alma de Lázaro el pobre, y todos con gran regocijo la llevan al cielo a gozar de aquellos bienes eternos, cuando no tiene que purgar en el purgatorio. ¡Oh qué gozo tendrá el alma en aquella primera y tan deseada entrada! La que antes estaba llena de dolores, humillada con desprecios y turbada con temores, en un punto se verá muy otra, trocada toda su pena en gloria y su llanto en gozo, en compañía de Ángeles, en lugar de descanso, y engolfada en la vista de su Dios.
2. Consideradas estas cosas, haré comparación de buenos a malos, y veré como la muerte de los malos, como dice David (Psalm. xxxiii , 22), es pésima y abominable, fin de sus descansos y principio de sus tormentos; y al contrario (Psalm. cxv, 19), la de los buenos es preciosa en los ojos de Dios, fin de sus trabajos y principio de sus descansos; y con esto me animaré a procurar una buena muerte, en que reciba una buena sentencia, alentándome a la penitencia y al ejercicio de las virtudes, confiando en la benignidad del Juez que me sentenciará con misericordia, si en vida me aprovecho de ella.
3. Concluiré con un coloquio a la Virgen santísima, la cual en aquella hora no se entremete en este juicio, porque en saliendo el alma del cuerpo se cierra la puerta de la intercesión y del perdón, y se abre la de la justicia rigurosa; suplicándola, que desde luego abogue por mí y me negocie esta buena sentencia, alcanzándome obras dignas de ella. Para lo cual ayudará decir con espíritu las postreras palabras que la Iglesia pone en la oración del Ave María, y las que dice en otro himno: María mater gratiae, mater misericordias, tu nos ab hoste protege, et mortis hora suscipe. María, madre de gracia, madre de misericordia, del enemigo nos defiende y en la hora de la muerte nos recibe. O Virgen soberana, pues sois abogada de los pecadores, abogad por mí delante de vuestro Hijo; aplacad con vuestra intercesión su ira, alcanzándome lugar de verdadera penitencia, antes que se pase el tiempo de hacerla. Y pues la sentencia que se da en la muerte es irrevocable, negociad, Madre clementísima, que me sea favorable, para que pueda ver al fruto bendito de vuestro vientre Jesús, y gozar de él en vuestra compañía por todos los siglos. Amén."
Fuente: "Meditaciones Espirituales del V.P. Luis de la Puente. Tomo I: Meditaciones de la vía purgativa. Principios de la Iluminativa, o para purificar el corazón y obtener la perfecta imitación de Jesucristo, 1865 - [Negrillas son nuestras.]