De la devoción del santo Ángel de la guarda - La Fe Cristiana

De la devoción del santo Ángel de la guarda



"Punto primero.— Considera que después de la devoción a Jesucristo nuestro Salvador y nuestro Dios, y a la santísima Virgen nuestra buena Madre, nuestra devoción, nuestra veneración y nuestra confianza se debe dirigir al santo Ángel de nuestra guarda. Él es uno de aquellos espíritus bienaventurados que componen la corte del Altísimo; él es uno de los príncipes de la celestial Jerusalén, dispensador de la gracia del Todopoderoso, con quien tiene grande valimiento, particularmente cuando se interesa en la salvación de aquella persona que se fió a su cuidado, y de quien es Ángel tutelar. Desde el mismo instante de nuestro nacimiento nos confió Dios a esta celestial inteligencia, a este su favorecido, y a este espíritu bienaventurado. ¡Con qué respeto debemos estar en su presencia! ¡qué ternura, qué. agradecimiento le debemos profesar, siendo una guía, un fiel compañero, que ni por un solo momento se aparta de nuestro lado! ¡Con qué docilidad debemos obedecer sus inspiraciones, y escuchar sus secretos, sus saludables consejos! ¡Cuánta confianza debemos tener en él! La majestad de los Reyes imprime tanto respeto, que sola su presencia contiene a todos en su deber. El menor del reino de los cielos, dice el Salvador, es mayor que el mas grande de la tierra. El inferior de todos los Ángeles del cielo es superior a todos los monarcas de la tierra. ¿Con qué circunspección debemos estar a vista de él? ¡Ah, cuántos y cuántos quizá no pensaron nunca que estaban a la vista de su santo Ángel! Perpetuamente está junto a mí aquel espíritu tan noble y tan puro; testigo es de todas mis acciones: no doy un solo paso sin que él me siga; ¡y se pasarán semanas, meses, y acaso también años sin pensar siquiera que tengo a mi lado a mi santo Ángel! No hay descuido más impío; no hay olvido más torpe. Un amigo de este carácter, un protector de esta santidad, de esta excelencia; y yo sin hacer más caso de tan respetable compañía, que si jamás estuviera junto a mí. Mi Dios, ¡cuánto dolor nos causará algún día esta falta de respeto!

Punto Segundo.— Considera cuánto nos empeñan en un vivo y continuo reconocimiento los importantes servicios que sin cesar nos está haciendo el santo Ángel de nuestra guarda. ¡Qué cuidado tiene de nosotros! ¡qué buenos oficios no nos presta desde el mismo punto que nacemos! ¡De cuántos peligros nos defiende en la niñez! ¡de cuántos nos saca en la juventud! ¡Cuántos importantísimos obsequios le debemos en todo el curso de la vida! ¡y cuánto nos podrá ayudar en la hora de la muerte! Algún día sabremos lo que debemos a nuestro Ángel de guarda; pero ¡qué sentimiento, qué dolor no haber advertido lo obligados que le estábamos, sino cuando ya no podemos darle ni la menor señal de nuestro agradecimiento! ¡Cuánta será nuestra amargura cuando presentándonos ante el tribunal de Dios, al salir de esta miserable vida, veamos a nuestro lado aquel bienaventurado espíritu , aquel Ángel tutelar, que no nos abandonó ni un solo momento, cuyos saludables avisos despreciamos, a quien tantas veces contristamos con nuestros voluntarios descaminos, y cuya presencia nunca nos mereció el menor respeto! ¡Cuánto será el furor, cuánta la rabia, cuánta la desesperación de los infelices condenados cuando se vean precisados a separarse de sus santos Ángeles de guarda por toda la eternidad! Prevengamos a lo menos estos crueles, pero ya inútiles remordimientos, y reparemos la pasada ingratitud con un reconocimiento continuo. Pues, día y noche está con nosotros el Ángel de la guarda, no le perdamos de vista. Debemos profesar una puntual obediencia a todas sus órdenes, una perfecta docilidad a todos sus consejos, y una entera confianza en su protección. Si tuviéramos un amigo poderoso, despejado, fiel y celoso de nuestros intereses, ¿dejaríamos de recurrir a él en todos nuestros trabajos, ni de consultarle en nuestras dudas? Sus consejos serian leyes para nosotros, nos impondríamos una como obligación de venerarlos y de seguirlos, teniendo en eso particular complacencia. ¿Trataríamosle por ventura con menos confianza? Nuestro Ángel de guarda es ese fiel amigo, que posee ventajosamente todas esas prendas; pues de la misma manera nos debemos portar con él. Siempre que sentimos algún movimiento, que nos inclina al bien, o nos desvía del mal, es una inspiración que nos procura, es un buen consejo que nos da; ¡y nosotros le despreciamos, y le posponemos a las sugestiones del demonio, cuyo único fin es hacernos compañeros de sus tormentos, haciendo que lo seamos de su sediciosa rebelión! Estando encargado de nuestra conducta, solo respira deseos de nuestra salvación; solo está atento a que venzamos al enemigo de ella, y empeñado en que superemos los estorbos que nos salen al encuentro para conseguirla. ¡Con qué ardor, con qué confianza, con qué presteza debemos recurrir al Ángel de la guarda en todas las tentaciones, en todos los peligros, en todos los negocios importantes y dificultosos!

¡Mi Dios, qué dolor, qué confusión es la mía cuando considero el poco caso que he hecho hasta aquí de un protector tan poderoso, de un amigo tan fiel, y de un guía a quien debo infinitas obligaciones! ¡Cuántas veces le falté al respeto en su presencia! ¡qué ingrato fui a todos sus beneficios! ¡qué poco amor le he tenido! ¡y qué poca confianza me ha merecido su asistencia! Haced, Señor, que esta humilde confesión, junta a mi doloroso arrepentimiento, me consiga el perdón de mis faltas, que voy a reparar en lo restante de mí vida.


Jaculatorias.— Nunca me olvidaré, Señor, de cantar tus alabanzas en presencia del Ángel de mi guarda. (Psalm. CXXXVII).

Bendito sea el Señor, que se dignó darme un Ángel para que cuidase de mí. (Dan. III).

«O fidelísimo compañero y custodio mio, destinado por la Divina Providencia para mi guarda y tutela; protector y defensor mio, que nunca te apartas de mi lado, ¿qué gracias te daré yo por la fidelidad que te debo, por el amor que me profesas, y por los innumerables beneficios que cada instante estoy recibiendo de tí? Tú velas sobre mí cuando yo duermo, tú me consuelas cuando estoy triste, tú me alientas cuando estoy desmayado, tú apartas de mí los peligros presentes, me enseñas a precaver los futuros, me desvías de lo malo, me inclinas a lo bueno, me exhortas a penitencia cuando he caído, y me reconcilias con Dios. Mucho tiempo ha que estaría ardiendo en los infiernos si con tus ruegos no hubieras detenido la ira del Señor; suplícote que nunca me desampares. Consuélame en las cosas adversas, moderame en las prósperas, líbrame en los peligros, ayúdame en las tentaciones para no dejarme vencer de ellas jamás. Presenta ante los ojos de Dios mis oraciones, mis gemidos y todas las buenas obras que yo hiciere, consiguiéndome que desde esta vida sea trasladado en gracia a la vida eterna. Amén.»"

Fuente: "Año cristiano o ejercicios devotos para todos los días del año" por el P. Jean Croisset, S.J., Día 2, Tomo: Octubre - [Negrillas son nuestras.]

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